El 22 de julio de 2022, la Biblioteca Nacional entregó este galardón a nuestro querido Marcelo Cohen, narrador, traductor, periodista y crítico literario, fallecido el pasado 17 de diciembre de 2022. Lo acompañan en el evento Juan Sasturain, Abel Gilbert y Maxi Papandrea.
Clase magistral impartida por Marcelo Cohen en el ciclo de letras 2015 del Centro Cultural San Martín, titulada «La literatura y las coincidencias, otra vuelta más a un asunto no tan trillado».
Henri Meschonnic, que es un teórico francés de la traducción, de la poesía, que desde hace unos años está traduciendo en Argentina antes que en otros lugares de habla castellana, dice muchas cosas sobre el ritmo. Es un defensor del ritmo contra las ideas estructuralistas de que lo básico en la escritura es el signo. Y en contraposición a estas bestias negras que para él son los semiólogos, dice que el origen del sentido es el ritmo. Esto es muy misterioso. Estamos tan acostumbrados a la doble faz del signo, que pensar que el sentido, con su carga de contenido, viene del ritmo es difícil. Y por otra parte los escritores y los lectores sabemos todos tan bien que especialmente la narrativa, pero también la poesía, por mucho que quiera dejarse llevar por el sinsentido y por la superficie del lenguaje, y por muy reivindicada que haya estado la superficie en la literatura y en las artes en los últimos treinta y cuarenta años, carga inevitablemente con el lastre del significado. Queramos o no, viene atrás, viene unido, porque usamos un arma que también es el arma de la comunicación, entonces no podemos desprendernos de que eso también está tocado por otras manos, incluso por nuestras mismas manos en otros momentos en que las usamos para hacer literatura. Pese a todo, Henri Meschonnic dice que el sentido nace del ritmo, y entre las muchas definiciones que da del ritmo, da una que permite una entrada para esto: que el ritmo es básicamente el orden de los complementos de la frase, la organización de los elementos de la frase, mucho más que la sonoridad de cada pequeña partícula.
En ese sentido sí podemos creer que estamos más cerca del origen común de poesía y música que desde otras perspectivas. Voy a poner un ejemplo un poco raro: muchas veces se achaca a las traducciones españolas que usen las palabras “cachondo”, “chaval”, palabras de argot español. Es inevitable porque las cosas en ese país se dicen de esa manera y nosotros estamos sujetos al peso abrumador de la industria editorial española en todo el ámbito de habla castellana. Ahora que empezamos a traducir muchos libros por primera vez acá, eso se puede revertir, y cuando alguien diga guy o kid vamos a tener que poner pibe, como la película de Chaplin The kid, que acá se llamaba El pibe. Y después en otros lados van a decir “estos argentinos que ponen pibe y no se entiende lo que quieren decir”. Ese no es el problema de la traducción, el problema de la traducción es la curva sonora, la curva rítmica que crean los elementos en la frase y las correlaciones temporales.
“¿Te ha dicho Ana que pensaba venir esta tarde?”. Con ese tono pregunta un español. Un argentino pregunta: “¿Ana te dijo que iba a venir esta tarde?”. Probablemente el español dice “que vendría esta tarde”, pero nosotros usamos el pretérito indefinido mucho más –a veces correcta y a veces incorrectamente– de lo que usan ellos el pretérito perfecto –a veces correcta y a veces incorrectamente–. Además dicen “te ha dicho Ana” y nosotros “decime, Ana te dijo…”. Es absolutamente esencial porque si uno dice “te ha dicho Ana” lo van a mirar con una cara bastante rara. Todo eso es ritmo: es algo que arrastra costumbre, tradición, cultura sonora e intimidad. Y constituye tanto el lenguaje coloquial como los modos de la literatura.
Todavía, aunque ya sea algo tarde, se oye repetir que la novela puede ganarle al lector por puntos, pero el cuento debe dejarlo KO. Nunca me gustó este símil poco ingenioso; pienso que ni el gran cuentista que lo dejó escapar ni muchos de los hinchas que lo propagan se pararon nunca a considerar lo que esconde. En dos escritores que admiro y diferentes entre sí a más no poder, Macedonio Fernández y William Burroughs, encontré una idea más penetrante: la literatura debe aspirar a conmover integralmente la conciencia del lector. Parece claro que esa conmoción no debería parecerse en nada a la conmoción cerebral que causa un cascotazo en la cabeza. Si se habla de combate, y no hay poco de eso en la lectura, prefiero que el que entablan lector y autor sea mental, o, mejor todavía, que el éxito o el fracaso del autor se parezcan al del buen anfitrión. Aquí le ofrezco este lugar. ¿Le gustaría vivir en él una temporada? ¿Y qué le parece la idea de volver más adelante?
Un KO es cosa de mucha habilidad y bastante potencia. Pero un cuento puede no ser una pieza de habilidad. Desde mi punto de vista, un buen cuento es el que ofrece una sensación verdadera –o la actualiza–, y ofrecer una sensación requiere haber sentido, o tener la nostalgia de haber sentido o haber pensado un sentimiento. Estas cualidades no son exactamente técnicas; son del orden de lo sensual, quizá de lo sexual, y por qué no del idealismo poético, que es una forma del pensamiento. Las sensaciones verdaderas son poco comunes en un mundo lleno de mediaciones estridentes, tapizado de copias y fingimientos, roturado por un lenguaje tan ajeno a la vida que en vez de comunicar a la gente la separa. Pero si el lenguaje es el gran instrumento de sujeción y control también puede ser un tímpano de lo más sensible. Entre esas dos posibilidades se libran los combates literarios, y ahí sí el cuento debe actuar con cierta velocidad: de modo de eludir el ruido de los mensajes gerenciadores, supuestamente incitantes y manifiestamente insulsos, pero no ese “ruido” perturbador que son las palabras cuando andan a la busca de un significado que se nos hurta. Ahora bien, un desarrollo estético fatal pone periódicamente al cuento moderno ante una disyuntiva estrecha: o vuelve al romanticismo (es “una representación profética”, como pedía Novalis), o se exalta a sí mismo como dispositivo perfecto, “maquinita”, y por esa vía cae de nuevo en la superstición técnica y sucumbe a la preceptiva. Por mi parte, a veces he escrito cuentos casi por el capricho de rebatir esos modelos. La salida al falso dilema la entreví por ejemplo en Kafka, Buzzatti, Felisberto Hernández, Virgilio Pinera, John Cheever, James Ballard o, para ser más contemporáneo, M. John Harrison y la extraordinaria Kelly Link (cuya promoción encendida aprovecho para hacer en este espacio para todos los lectores de verano), el núcleo de cuyos cuentos suele ser algo que se ha captado con más de un sentido y por eso perdura, como esa música de un concierto que uno puede recomponer horas después, de vuelta en casa, a partir de unos fragmentos que se estamparon en la memoria. Cuentos que abjuran de la perfección, a veces conjuntos de escenas dispersas, como si hubieran soñado, sin conseguirla del todo, una forma todavía desconocida. A veces el camino hacia la sensación verdadera da un largo rodeo por lo fantástico. Otras veces el rodeo es realista. De hecho, el cuento le enseña a la vida que los rodeos no existen. Siempre existe un solo camino, y en general el pathos radica no en haber tomado el camino malo sino en haber tomado el único posible, pero sufrir la errónea sospecha de que podía haber otro. La médula de los cuentos que siempre quise emular, me parece, es una imagen en la cual tienden a confluir varios contenidos mentales, o entran en relación percepciones diversas. Si el cuento consigue reunirlas, el efecto en el lector es el de un despertar a la experiencia, algo que en el mundo siempre está a punto de perderse. Quizá por todo esto nunca escribí un cuento en base a una anécdota, propia o recogida, ni deformando o ampliando una anécdota, ni sometiéndola a inversiones, desplazamientos, condensaciones o transformaciones, como explica Freud que hacen los sueños para figurar un mensaje intolerable. No: lo que me gusta es idear nexos entre dos o más motivos cualesquiera que aparecen de repente en la cabeza y se niegan a abandonarla. No siempre el procedimiento me permitió entender por qué esos motivos estaban ahí, ni la imagen que obtuve uniendo varias fue reveladora, pero al menos me permitió llegar a la conclusión de que, muy a menudo, lo que narra un buen cuento es la historia del descubrimiento de un error. O sea, la historia de un despertar.
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