Por Alejandro Dato
En su paradójico estilo, un escritor vanguardista planteaba no hace mucho que los jóvenes novelistas de hoy día, al carecer de conflictos en sus vidas, los inventaban en sus ficciones, cuando esto era lo único que no debían inventarse, ya que así quedaba obstruida la genuina invención novelesca, el submarino del capitán Nemo o la locura de Don Quijote, que era lo que se inventaba para huir del conflicto.
El caso de Graham Greene, para el que tanto sus viajes como el acto de la escritura, según propone en su autobiografía, eran vías de escape, parece en este sentido un ejemplo de manual, y también otra paradoja, ya que sus viajes como corresponsal, de manera invariable, lo llevaban a puntos de conflicto: al Haití del “Doc” Duvalier, al Kenia agitado por el levantamiento de los Mau Mau, a las turbulencias de la Cuba revolucionaria, o al castigado Vietnam en el que se derrumbaba el imperio colonial francés. Este último es el escenario de la novela que quiero comentar: El americano tranquilo. Y lo primero que puede decirse es que comenzada su lectura, el mundo que rodea al lector se desvanece como un murmullo de fondo.
La historia se sitúa en la Indochina francesa en la década del cincuenta. Las fuerzas coloniales están perdiendo ante el Vietming y Estados Unidos busca posicionarse en la zona para combatir el avance del comunismo. Esta triada está encarnada en los tres personajes principales de la novela. Thomas Fowler, el narrador de la historia, es un corresponsal de guerra británico, de mediana edad, que ya lleva cinco años cubriendo el conflicto y dos de convivencia con Phuong, su joven amante vietnamita. Esta situación más o menos estable, condimentada por unas periódicas pipas de opio, se ve amenazada con la llegada de Alden Pyle, un agente encubierto de la CIA. Así describe Fowler la primera impresión que le dejó el norteamericano:
«Lo había visto en septiembre pasado cruzar la plaza hacia el bar del Cont inental: una cara inequívocamente joven y sin usar, lanzada hacia nosotros como un dardo. Con sus piernas desgarbadas y su corte de pelo militar y su amplia mirada de universitario, parecía incapaz de hacer daño».
Valga aclarar que Pyle tiene treinta y dos años, su cara sin usar no es fruto de su edad sino un rasgo de carácter, y ya desde un primer momento se muestra como un personaje peculiar. Amable y respetuoso en el trato, poco propenso a las efusiones de sus colegas norteamericanos, no bebe alcohol y la única vez que entra en un cabaret le aflige que unas chicas tan jóvenes tuvieran que prostituirse.
“Le dije a Phuong:
—Me gusta ese tipo, Pyle.
—Es tranquilo —contestó, y el adjetivo que fue ella la primera en usar se le adhirió como un mote escolar, hasta el extremo de que se lo oí usar incluso a Vigot, cuando me contó la muerte de Pyle, sentado allí con su visera verde.
Detuve nuestro trishaw frente al chalet y le dije a Phuong:
—Entra y busca una mesa. Es mejor que yo me ocupe de Pyle.
Ése fue mi primer instinto: protegerlo. Nunca se me ocurrió que había una necesidad mayor de protegerme a mí mismo. La inocencia siempre reclama tácitamente protección cuando haríamos mucho mejor en protegernos contra ella: la inocencia es como un leproso mudo que ha perdido su campanilla y que se pasea por el mundo sin querer hacer daño.”
Para entonces Graham Greene ya es un narrador experto, con diecisiete novelas a su espalda, y sabe cómo mantener el interés del lector. La candidez de Pyle es un rasgo inesperado en un espía y tiene consecuencias inmediatas. Se enamora de Phuong nada más verla, y dado que admira y aprecia a Fowler, se siente en la obligación moral de advertirle que le pedirá la mano a su amante para que se case con él. La escena en la que finalmente le propone casamiento resulta memorable. Como el francés de Pyle es muy malo y Phuong no comprende el inglés, Fowler termina oficiando de traductor.
“Traduje lo que decía con meticuloso cuidado —sonaba peor así—, y Phuong estaba sentada en silencio con las manos en su regazo como si estuviera escuchando una película.
—¿Lo ha comprendido? —me preguntó Pyle.
—Hasta donde yo puedo saberlo, sí. ¿No querrá usted que yo le añada un poco de fuego, verdad?
—Oh, no —dijo—, sólo traduzca. No quiero perturbarla emocionalmente.
—Ya entiendo.
—Dígale que quiero casarme con ella.
—Se lo dije.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Me preguntó si hablaba usted en serio. Y le he dicho que es usted de ese tipo de personas serias.
—Supongo que ésta es una situación extraña —me dijo—, que tenga que pedirle a usted que me traduzca.
—Bastante extraña.
—Y sin embargo, parece tan natural. Después de todo, usted es mi mejor amigo.
—Es muy amable de su parte decirme eso.
—No hay nadie por quien aceptaría meterme en problemas excepto por usted —me dijo.
—¿Y supongo que enamorarse de mi chica es como meterse en problemas?
—Desde luego. Ojalá fuera cualquier otra persona, Thomas.
—Bueno, ¿qué le digo ahora?, ¿que no puede usted vivir sin ella?
—No, eso es demasiado emotivo. Y tampoco es toda la verdad. Tendría que irme, por supuesto, pero uno lo supera todo.”
Graham Greene pasó cuatro inviernos en Saigón entre 1951 y 1954 como corresponsal para Le Figaro, The Times y The New Republic. En palabras del propio autor: «Quizá haya en El americano tranquilo un reportaje más directo que en cualquiera de mis otras novelas». De esta entrenada capacidad de observación surgen frescos callejeros como estos:
“Me detuve en la entrada y miré hacia la calle. Bajo los árboles del centro de la avenida los peluqueros se entregaban a su labor; un trozo de espejo colgado de un tronco reflejaba el resplandor del sol. Pasó una muchacha trotando bajo su sombrero de molusco, con dos canastas en los extremos de un palo. El adivino sentado en cuclillas contra la pared de Simón Frères había encontrado por fin a un cliente: un viejo con una barbita mínima, como la de Ho Chi Minh, que lo contemplaba impasible barajar y volver las viejas cartas. ¿Qué futuro podía esperarlo que valiera una piastra? En el bulevar de la Somme uno vivía al aire libre; todos los vecinos sabían todo lo que se podía saber sobre el señor Muoi, pero la policía no poseía ninguna llave que le abriera la confianza de esa gente. A este nivel de vida, todo se sabía, pero uno no podía bajar a ese nivel como quien baja a la calzada.”
El personaje de Pyle siente un enorme respeto por lo que llama escritores serios (término que excluye a los novelistas y a los poetas) y York Harding es uno de sus principales referentes. Este es un escritor poco informado sobre la compleja situación del sudeste asiático cuya especialidad es escribir libros sobre política exterior. De su lectura viene el convencimiento de Pyle de que la solución a los problemas del tercer mundo no estaría en el colonialismo ni obviamente en el comunismo, sino en una tercera fuerza que se perfilase hacia una democracia liberal. Y aquí es donde entra en juego el general Thé.
En los años veinte, un funcionario vietnamita, Ngo Van Chieu, que servía al gobierno francés, sufrió una revelación directa de Dios durante una sesión de espiritismo. Este sería el origen del caodaísmo, una religión sincrética que integra elementos del cristianismo, el islamismo, el hinduismo, el budismo, el taoísmo y el confucianismo. Durante el momento histórico en el que se sitúa la historia, el caodaísmo contaba con un ejército propio de unos veinticinco mil hombres, armados con morteros construidos con los tubos de escape de coches viejos, “que era aliado de los franceses, pero se volvía neutral en los momentos de peligro”. El general Thé había sido el jefe de estado mayor del caodaísmo. Lo abandonó posteriormente y se fue a la montaña para combatir los dos bandos, a los franceses y a los comunistas. Esta es la tercera fuerza a la que apuesta Pyle.
A excepción de Fowler, el narrador, al que conocemos con mayor intimidad, siendo testigos de sus tensiones internas, los personajes de la novela están construidos con unos pocos rasgos significativos. Así como Pyle encarna una persona tranquila y de una inocencia nociva e entusiasta; Phuong, la joven vietnamita, es una amante devota que busca un matrimonio económicamente solvente, despojada de manera radical de todo romanticismo e incluso de erotismo, el deseo que suscita parece ser más bien una emanación involuntaria de su belleza. Tras pedirle que le bese, Fowler comenta:
“No tenía ninguna coquetería. Enseguida hizo lo que le había pedido y continuó con la historia de la película. De igual forma habría hecho el amor si se lo hubiera pedido, directamente, quitándose los pantalones sin preguntar, y luego habría vuelto a tomar el hilo de la historia de Mme. Bompierre y de la embarazosa situación del jefe de correos.”
El primer año de relación había sido un tormento. Fowler había intentado comprenderla y la había asustado con sus enfados ante los silencios de Phuong. Pero todo eso ya ha pasado. Fowler no se engaña, sabe por qué quiere estar con ella. Esto no le impide quererla, ni sentir un afecto sincero por Pyle, quien será su rival, mientras recurre a la mentira y a los más bajos recursos con tal de no quedarse solo.
Como contracara de la credulidad de Pyle, Fowler es un personaje escéptico en más de un sentido. Lleva demasiado tiempo como corresponsal. Sabe que la postergación de la guerra solo traerá más muertes, pero no revertirá la caída de las fuerzas francesas en la zona, y descree tanto de su oficio de periodista como de los grandes discursos ideológicos. En lo único que cree es en la posibilidad de mantenerse al margen de esa guerra inútil, limitarse a contar lo que ve y no tomar partido. En una charla con Pyle define claramente su posición con respecto a la implicación militar extranjera.
“Fíjese en la historia de Birmania. Nosotros llegamos e invadimos el país, las tribus locales nos apoyan: salimos victoriosos; pero, como ustedes, los norteamericanos, nosotros no éramos colonialistas en aquellos tiempos. Ah, no, firmamos la paz con el rey devolviéndole su provincia y dejamos que nuestros aliados fueran crucificados y partidos en dos. Eran inocentes. Pensaban que nos íbamos a quedar. Pero éramos liberales y no queríamos tener mala conciencia.”
En uno de los momentos cruciales de la novela, mientras está tomando una cerveza helada en un bar de la Rue Catinat, observa a dos jóvenes norteamericanas que están tomando un helado. Son encantadoras y se mantienen pulcras a pesar del calor. Llevan idénticos bolsos, y hasta sus piernas, largas y esbeltas, son casi idénticas. Al terminar sus helados se marchan. Un tal Warren les ha advertido que por seguridad no deben quedarse allí ni un minuto después de las once y veinticinco, y ya es la hora.
“Ociosamente, las observé salir, una al lado de la otra, por la calle cubierta de monedas de sol. Era imposible imaginárselas presas de una pasión desordenada a ninguna de las dos; no hacían juego con las sábanas arrugadas y el sudor del sexo. ¿Se acostarían con la loción desodorante? Por un instante les envidié su mundo esterilizado, tan distinto del mundo que yo habitaba…, un mundo que de pronto, inexplicablemente, se hizo mil pedazos. Dos de los espejos de la pared se precipitaron sobre mí y se derrumbaron a mitad del ucamino. La francesa mal vestida estaba de rodillas en un caos de sillas y mesas. Su polvera yacía abierta e inmaculada en mi regazo, y por extraño que parezca, yo estaba sentado exactamente donde había estado sentado minutos antes, aunque mi mesa se había agregado al derrumbe que rodeaba a la francesa. Un extraño sonido de jardín llenaba el café: el gotear uniforme de una fuente; mirando hacia el bar, vi las hileras de botellas destrozadas, que dejaban correr su contenido en un río multicolor: el rojo del oporto, el anaranjado del cointreau, el verde del chartreuse, el amarillo nebuloso del pastis, atravesando el piso del café. La francesa se sentó y buscó tranquilamente con la mirada su polvera. Se la entregué, y me dio las gracias ceremoniosamente, sentada en el suelo. Comprendí que no la oía bien. La explosión había sido tan cercana, que los tímpanos de mis oídos todavía sufrían sus efectos.”
Es notoria la habilidad de Greene para trasmitir el desorden de los sentidos que provoca la cercanía a una potente explosión. No hay estruendo. A la dislocación del mobiliario y a la aparición absurda de la polvera en el regazo de Fowler se le suma el gesto cortés de la mujer francesa que se sienta en el suelo y el rumor de un inesperado sonido a jardín que llega levemente debido al aturdimiento.
Al salir del bar, Fowler comprende que ha habido un atentado en la Place Garnier. El paisaje es estremecedor, pero nada estridente, lo que predomina es el silencio.
“Los médicos estaban demasiado ocupados para poder ocuparse de los muertos, de modo que los muertos eran dejados a sus propietarios, porque uno puede poseer un muerto, como se posee una silla. Una mujer estaba sentada en el suelo con lo que quedaba de su hijito en el regazo; por una especie de pudor, lo había cubierto con su sombrero de paja campesino. Estaba inmóvil y callada, y lo que más me llamó la atención en esa plaza fue el silencio. Era como una iglesia donde yo había entrado una vez durante la misa; los únicos ruidos provenían de los que atendían los diferentes servicios, salvo donde algún europeo, aquí y allá, lloraba y suplicaba y volvía a callarse, como avergonzado por la modestia, la paciencia y el pudor de Oriente. El torso sin piernas al borde del jardín seguía estremeciéndose, como un pollo sin cabeza. Por la camisa del hombre deduje que podía ser el conductor de un triciclo de alquiler.”
El triángulo amoroso y la trama política van tejiendo el argumento de la novela, que empieza y termina en la noche que muere Pyle, y se maneja en dos planos temporales intercalados: el que ocupa la mayor parte del libro está dado por la rémora de las andanzas del norteamericano desde su llegada a Saigón hasta su última noche; el otro plano temporal nos lleva a los sucesos inmediatos tras la muerte de Pyle y a las intervenciones de Vigot, el policía encargado de investigar su asesinato. La arquitectura de la novela es convencional y no necesita otra para alcanzar sus fines.
Un último comentario. De momento hay dos versiones disponibles de la novela en castellano. Una es la editada por Cátedra con el título de El americano tranquilo. Su traductor es Fernando Galván, un filólogo español, exrector de la Universidad de Alcalá. Esta edición es fácil de conseguir en cualquier librería y es perfectamente disfrutable. Pero si tienen la oportunidad de conseguir la versión que editó Brugera, RBA o Alianza Editorial, titulada El americano impasible, no duden en hacerse con ella. Su traductor es el escritor argentino J. R. Wilcok.
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La editorial incorpore está subiendo a la web los audios de les petits bilingues, la colección de relatos bilingües en francés y castellano, y esta vez le tocó el turno a Contragolpe. Les dejo abajo un vídeo en donde cuento un par de cosas del libro, y aquí les enlazo la página de la editorial para que puedan escuchar el relato completo leído por Albert Coma. Aprovecho para agradecer la dedicación, tanto a Albert como a Meritxell Martínez, que además de ser unos editores de lujo, son uno de esos tesoros invaluables que regala la amistad.