Para escribir una historia tienes que confiar en ti mismo, tienes que confiar en la historia y tienes que confiar en el lector.
Antes de sentarte a escribir, ni la historia ni el lector existen siquiera, y solo debes confiar en ti mismo. Y lo único que puedes hacer para confiar en ti mismo es escribir. Dedicarte al arte. Escribir, haber escrito, esforzarte por escribir, planear escribir. Leer, escribir, practicar, aprender el oficio, hasta saber algo al respecto y saber que sabes algo al respecto.
Puede ser complicado. Tengo un corresponsal de once años que ha escrito medio cuento y ya me está pidiendo que lo ponga en contacto con mi agente y mis editores. Mi deber, muy desagradable, es decirle que aún no se ha ganado semejante confianza en sí mismo como escritor.
Por otro lado, conozco a algunos escritores muy buenos que nunca terminan nada, o que lo terminan y luego lo destrozan a fuerza de corregirlo para ajustarlo a críticas reales o imaginarias, porque no confían en sí mismos como escritores, lo que redunda en no poder confiar en su escritura.
La confianza en uno mismo como escritor se parece mucho a otros tipos de confianza, la de un fontanero o un maestro o un jinete: se adquiere con la práctica, se consolida poco a poco, empleándose en ello. Y en ocasiones, en especial si eres novato, finges: actúas como si supieras lo que haces, y quizá hasta te sales con la tuya. A veces, si actúas como si tuvieras un don, acabas por tenerlo. También eso forma parte de tener confianza en uno mismo. Creo que funciona mejor en el caso de los escritores que en el de los fontaneros.
Eso en cuanto a confiar en uno mismo. Ahora bien, ¿qué quiere decir confiar en la historia? Para mí, significa estar dispuesta a no tener el control absoluto de la historia mientras la escribes.
Y eso explicaría por qué lleva tanto tiempo aprender a escribir. Primero tienes que aprender a escribir en tu propio idioma y aprender a contar historias en general: adquirir técnicas, práctica, todo eso, a fin de tener el control. Y luego debes aprender a soltarlo.
He de decir que muchos escritores y profesores de escritura no estarán ni mucho menos de acuerdo con estas afirmaciones. Dirán: no se aprende a montar a caballo, a dominar el caballo, a conseguir que haga lo que uno quiere, para luego quitarle el cabezal y montar a pelo, sin riendas; eso es una tontería. No obstante, es lo que yo recomiendo. (El taoísmo siempre es una tontería). A mí no me alcanza con ser un buen jinete, quiero ser un centauro. No quiero ser un jinete que controla el caballo; quiero ser el jinete y el caballo.
¿Hasta dónde se puede confiar en la historia? Dependerá del caso, y las únicas orientaciones válidas son el juicio personal y la experiencia. Solo me atrevo a hacer las siguientes generalizaciones: la falta de control sobre una historia, casi siempre por desconocimiento del oficio o autocomplacencia, puede derivar en un ritmo flojo, incoherencia, una escritura descuidada y la ruina de la obra. El exceso de control, casi siempre por cohibición o competitividad, puede traer consigo ahogo, artificialidad, un lenguaje ampuloso y la muerte de la obra.
El control deliberado y consciente, en el sentido de conocer y respetar un plan, un tema, un ritmo y la dirección establecida de la obra, es fundamental en la etapa de planeamiento —antes de sentarse a escribir— y más tarde, al corregir, una vez finalizado el primer borrador. Durante la escritura misma, lo mejor es soltar el control intelectual consciente. Insistir a conciencia en determinada intención puede interferir con el proceso de escribir. El escritor puede convertirse en un obstáculo para la historia.
No es tan místico como suena. Toda labor altamente cualificada, todo oficio o arte verdadero, se lleva a cabo una vez que la mayoría de sus aspectos se han automatizado a través de la práctica, de la absoluta familiaridad con determinado medio, sea la piedra del escultor, el tambor del músico, el cuerpo del bailarín o, en el caso de los escritores, los sonidos verbales, los sentidos de las palabras, el ritmo de las oraciones, la sintaxis y demás. El bailarín sabe dónde debe poner el pie izquierdo, y el escritor sabe dónde hace falta una coma. Mientras trabaja, un artesano habilidoso o un artista solo toma decisiones estéticas. Las decisiones estéticas no son racionales; se adoptan en un nivel que no coincide con la conciencia racional. Así pues, muchos artistas sienten que trabajan en un estado de trance y que, en ese estado, no toman decisiones. La obra les dice lo que ha de hacerse, y ellos lo hacen. Tal vez sí sea tan místico como suena.
Para volver a la metáfora equina, un buen vaquero monta un buen caballo con las riendas sueltas sin decirle qué hacer todo el rato, porque el caballo lo sabe. El vaquero sabe adónde van, pero el caballo sabe cómo llegar.
No quisiera parecer uno de esos portadores de buenas noticias que anuncian a los escritores que es todo muy sencillo, que basta con cerrar el intelecto y liberar el lado derecho del cerebro para emitir palabras. Tengo mucho respeto por mi arte como tal y mi oficio como tal, por la habilidad, la experiencia, el pensamiento arduo y el trabajo minucioso. Reverencio esas cosas. Respeto las comas mucho más que a los congresistas. Quienes dicen que las comas no tienen importancia podrán referirse a la autoexpresión o a la terapia u a otras cosas buenas, pero no a la escritura. Puede que estén hablando sobre la mejor manera de empezar, o de romper las barreras emocionales; pero, desde luego, no están hablando de escribir. Si uno quiere ser bailarín, debe aprender a usar los pies. Si quiere ser escritor, debe aprender dónde van las comas. Solo entonces podrá preocuparse por lo demás.
Ahora bien, digamos que quiero escribir una historia. (En mi caso, puede darse por sentado; siempre quiero escribir una historia; no hay nada que prefiera hacer a escribir una historia). Para escribirla, primero he tenido que aprender a escribir en inglés y luego cómo escribir historias, haciéndolo con bastante regularidad[1].
También he aprendido que, una vez que la historia se ha puesto en marcha, es necesario abandonar el control consciente, quitar de en medio mis malditas intenciones y teorías y opiniones, y dejarme llevar por la historia. Necesito confiar en ella.
Pero, por regla general, solo puedo confiar en la historia si ha habido una fase anterior de algún tipo, un periodo de acercamiento. Puede ser una planificación consciente: me siento a pensar en la ambientación, los sucesos, los personajes, quizá a tomar notas. O puede tratarse de una larga gestación semiconsciente, durante la cual los sucesos, los personajes, las atmósferas y las ideas flotan a mi alrededor a medio hacer, cambiando de forma, en una especie de limbo mental. No en balde he dicho larga. A veces lleva años. Pero, en otros momentos, con otras historias, esta fase de acercamiento es bastante abrupta: se me ocurre una escena repentina o tengo una clara sensación de la forma y la dirección que debe tomar una historia, y ya estoy lista para escribir.
Todas estas etapas o fases de acercamiento pueden ocurrir en cualquier momento: sentada al escritorio, paseando por la calle, al levantarme por la mañana, o cuando la mente debería estar prestando atención a lo que dice la tía Julia, o a la factura de la electricidad, o al guiso. Puedes tener una grandiosa epifanía al estilo de James Joyce, o simplemente puedes pensar, ah, claro, ya veo cómo resolverlo.
Lo más importante que puedo decir sobre este periodo preliminar es: no te apresures. Tu mente es como un gato que sale a cazar; ni siquiera sabe con seguridad qué está cazando. Escucha. Sé paciente como el gato. Permanece muy muy atento, alerta, pero siempre paciente. Avanza lentamente. No obligues a la historia a cobrar forma. Déjala que se muestre. Déjala tomar impulso. No dejes de escuchar. Toma apuntes o haz cualquier otra cosa si tienes miedo de olvidar algo, pero no te precipites al ordenador. Deja que la historia se acerque a ti. Cuando esté lista para arrancar, lo sabrás.
Y si —como nos pasa a la mayoría— tu vida no te pertenece del todo, si no tienes tiempo para escribir en el momento en que sabes que la historia está lista para escribirse, mantén la calma. Es tan fuerte como tú. Es tuya. Toma notas, piensa en tu historia, aférrala y ella se aferrará a ti. Cuando encuentres o saques tiempo para sentarte a escribirla, allí estará esperándote.
Luego viene el trabajo parecido a un trance, desprovisto de ego, bastante aterrador e insaciable de la escritura, algo de lo que es muy difícil hablar.
En cuanto al planeamiento y la escritura, quisiera hacer la siguiente observación: para un escritor es una delicia sentirse protegido y a salvo del mundo mientras realiza su intensa labor, estar solo y librarse de las responsabilidades humanas, como Proust en su celda acolchada, o como quienes van a las residencias para escritores y reciben el almuerzo en una cesta; una delicia, sin duda alguna, pero algo peligroso, porque convierte el lujo en un requisito imprescindible del trabajo, en una necesidad. Lo que necesita un escritor es exactamente lo que dijo Virginia Woolf: lo suficiente para vivir y una habitación propia. No depende de los demás proporcionarte esas dos necesidades. Depende de ti. Y si quieres escribir, tendrías que descubrir qué te hace falta para poder hacerlo. Tu fuente de sustento será con toda seguridad un empleo diario, no la escritura. La limpieza de tu habitación dependerá con toda seguridad de ti. Que la puerta de la habitación permanezca cerrada, y cuándo y durante cuánto tiempo, también dependerá de ti. Si estás trabajando en algo, debes confiar en ti mismo a fin de hacerlo. Un cónyuge amable no tiene precio; una beca generosa, un adelanto o unos días en un retiro para escritores pueden suponer una ayuda formidable; pero es tu obra, no la de los demás, y debes realizarla según tus términos, no los ajenos.
Pues bien, cierras la puerta y escribes un primer borrador, en caliente, porque la energía se ha estado acumulando en tu interior durante la fase previa a la escritura y, cuando por fin la dejas escapar, es incandescente. Confías en ti mismo y en la historia y la escribes.
Y ya está escrita. Te quedas sentado y estás cansado y miras el manuscrito y saboreas todas sus partes maravillosas y magníficas.
Luego el manuscrito se va enfriando y tú te vas enfriando, hasta llegar, quizá algo helado y entristecido, a la siguiente etapa. Tu historia está repleta de fealdades y tonterías. Ahora desconfías de ella, como debe ser. Pero aún debes confiar en ti mismo. Tienes que saber que puedes mejorarla. A menos que seas un genio o tengas estándares muy bajos, después de la escritura vendrá una revisión crítica y paciente, con la facultad pensante encendida.
Puedo tener confianza en que escribiré la historia en caliente sin hacerme preguntas si conozco mi oficio por la práctica, si presiento hacia dónde va la historia; pero, cuando esta llega a destino, debo estar dispuesta a dar media vuelta y repasarla palabra por palabra, idea por idea, haciendo pruebas y ensayos para ver si ha salido bien. Hasta que todo funcione bien.
Entre paréntesis: este es el periodo en el que es muy útil contar con críticas ajenas, provengan de un grupo de pares o de editores profesionales. La crítica informada y constructiva es invaluable. Creo mucho en que los talleres literarios sirven para ganar confianza y habilidades críticas no solo cuando no se ha publicado nada, sino también en el caso de los escritores profesionales. Y un editor fiable es una perla sin precio. Aprender a confiar en tus lectores —y en qué lectores confiar— es dar un paso muy grande. Algunos escritores nunca lo dan. Volveré sobre este tema en un momento.
Resumiendo, debo confiar en que la historia sabe adónde va y, después de haberla escrito, confiar en que encontraré dónde ella o yo nos hemos salido del camino y cómo reencaminarla sin que se despedace.
Solo después de ello —por lo general mucho después— sabré plenamente de qué iba la historia y podré decir por qué debía dirigirse en esa dirección. Toda obra de arte tiene razones que la razón no entiende por completo.
Cuando acabas una historia, siempre es menos que la visión que tenías de ella antes de escribirla. Pero también puede hacer más de lo que sabías que estabas haciendo, decir más de lo que te dabas cuenta que estabas diciendo. He ahí la mejor razón para confiar en ella: permitir que se encuentre a sí misma.
Concebir o manipular una historia con una finalidad externa a la historia misma, como puede ser la fama, o la opinión de un agente sobre lo que se vende bien, o los deseos de un editor de obtener ganancias inmediatas, o incluso un objetivo noble como la instrucción o la sanación, es no tener confianza en la obra, faltarle al respeto. Ni que decir tiene que todos los escritores, hasta cierto punto, hacen concesiones. Los escritores son profesionales en una era en que el capitalismo aspira a ser el árbitro de la calidad; tienen que escribir para el mercado. Solo los poetas desestiman el mercado de una manera absoluta y sublime y en consecuencia viven del aire; del aire y de las becas. Los escritores pueden querer corregir injusticias, o dar testimonio de atrocidades, o convencer a los demás de lo que a su entender es la verdad. Pero si dejan que esos objetivos conscientes asuman el control de su obra, limitan la amplitud y la capacidad potenciales de esta última. Lo anterior suena como la doctrina del arte por el arte. No lo propongo como una doctrina, sino como una observación práctica[2].
Alguien le preguntó a James Clerk Maxwell en torno a 1820: ¿De qué sirve la electricidad? Y Maxwell retrucó ahí mismo: ¿De qué sirve un bebé?
¿De qué sirve Al faro? ¿De qué sirve Guerra y paz? ¿Cómo me atrevería a tratar de definirla, de limitarla?
Las artes tienen una enorme capacidad para establecer comunidades humanas y cohesionarlas. Las historias, contadas o escritas, sin duda nos sirven para ampliar el entendimiento que tenemos de los demás y de nuestro lugar en el mundo. Tales usos son intrínsecos a la obra de arte, una de sus partes esenciales. Pero, con toda seguridad, cualquier finalidad definida, consciente u objetiva opacará o deformará esa esencia.
Aun cuando no sienta que mis habilidades y experiencia son suficientes (y nunca lo son), debo confiar en mis dones y, por ende, confiar en la historia que escribo, saber que su utilidad, su sentido o su belleza quizá vayan mucho más allá de cualquier cosa que yo haya podido planear. Una historia es una colaboración entre el narrador y el público, entre el escritor y el lector. La narrativa no solo es fabulación, sino confabulación.
Sin el lector no hay historia. Por muy bien escrita que esté, no existe como historia si nadie la lee. El lector la hace realidad tanto como el escritor. Los escritores tienden a desestimar este hecho, quizá porque les molesta.
La relación entre el escritor y el lector se ve como una cuestión de control y consentimiento. El escritor es El Maestro, el que domina, controla y manipula el interés y las emociones del lector. A muchos escritores les encanta esta idea.
Y los lectores perezosos quieren escritores dominantes. Desean que el escritor haga todo el trabajo mientras ellos se lo quedan mirando, como si de la televisión se tratara.
La mayoría de los best sellers están escritos para unos lectores dispuestos a ser consumidores pasivos. Con frecuencia, los resúmenes de la contracubierta del libro señalan la capacidad coercitiva y agresiva del texto: no podrás dejar de leer, te golpeará en el estómago, te electrizará, te volará la cabeza, se te parará el corazón. Ni que estuvieran hablando de tortura con electroshock.
Los tópicos acerca de cómo escribir provienen de la escritura de este tipo y del periodismo: «Atrapa a los lectores en el primer párrafo», «Sorpréndelos con una escena chocante», «Nunca les des tiempo para respirar», etcétera.
Ahora bien, gran cantidad de escritores, en especial los que participan en los programas académicos de enseñanza de ficción, se obsesionan hasta tal punto —personal e intelectualmente— con lo que dicen y con cómo lo dicen que olvidan que se están dirigiendo a una persona. Si la escuela del atrápalos y golpéalos en el estómago sirve para algo, es al menos para recordarle al escritor que existe un lector en el mundo al que hay que atrapar y golpear.
Pero no porque te des cuenta de que otras personas además del profesor de escritura creativa verán tu trabajo hace falta adoptar la posición de ataque y soltar a los rottweilers. Hay otra opción. Puedes considerar al lector no como una víctima indefensa o un consumidor pasivo, sino como un colaborador activo, inteligente y digno. Un cómplice, un coilusionista.
Los escritores que deciden entablar una relación de confianza recíproca con el lector creen que es posible captar su atención sin asaltos ni porrazos verbales. En lugar de atrapar, asustar, coaccionar o manipular a un consumidor, los escritores colaborativos intentan interesarlo. Inducir o persuadir al lector para que avance con la historia, formando parte de ella y añadiendo su imaginación.
No una violación: una danza.
Piénsese en la historia como en una danza, en el lector y el escritor como partenaires. El escritor guía, claro está; pero guiar no es empujar; es establecer un campo de reciprocidad en el cual dos personas pueden moverse y colaborar con gracia. Se necesitan dos para bailar un tango.
Los lectores a los que solo han atrapado, zarandeado, golpeado en el estómago y electrificado necesitarán un poco de práctica para interesarse. Puede que tengan que aprender a bailar el tango. Pero, una vez que lo hayan probado, no volverán nunca con los pitbulls.
Por último tenemos la difícil cuestión del «público»: en la mente de un escritor que está planeando o escribiendo o corrigiendo una obra, ¿qué presencia tienen el lector o los lectores potenciales? ¿Debería el público de la obra controlar la mente del escritor y orientar la escritura? ¿O debería el escritor estar libre de tales consideraciones mientras escribe?
Ojalá hubiera una respuesta sencilla y con gancho, pero lo cierto es que se trata de una pregunta muy complicada, sobre todo en un plano moral.
Ser escritor, concebir una ficción, implica a un lector. La escritura es comunicación, aunque no solo eso. Uno se comunica con alguien. Y lo que unos quieren leer influye en lo que otros quieren escribir. Las necesidades espirituales, intelectuales y morales del pueblo del escritor le piden ciertas historias. Pero eso opera en un nivel bastante subconsciente.
Una vez más, es útil pensar que la labor del escritor se realiza en tres etapas. En la etapa de planeamiento, puede ser esencial pensar en el público potencial. ¿A quién va dirigida esta historia? Por ejemplo, ¿es para niños? ¿Niños pequeños? ¿Adolescentes? Cualquier público especial y restringido necesita temas y léxicos específicos. Toda la escritura de género, desde la novela romántica media al cuento medio de la revista The New Yorker, se escribe con un público en mente; un público tan específico que puede denominarse mercado.
Solo la narrativa más arriesgada se desentiende por completo del lector/mercado, de acuerdo con el postulado de que, si se cuenta, alguien, en alguna parte, la leerá. Con toda seguridad, el noventa y nueve por ciento de esas historias permanecen, de hecho, sin leer. Y probablemente el noventa y ocho por ciento de ellas sean ilegibles. El uno o dos por ciento restante llegan a ser consideradas obras maestras, a veces de manera muy lenta, mucho después de que el valiente autor haya guardado silencio.
Tener conciencia del público nos limita, de un modo tanto positivo como negativo. Tener conciencia del público ofrece elecciones, y algunas de ellas tienen implicaciones éticas: ¿puritanismo o pornografía? ¿Desconcertar a los lectores o reconfortarlos? ¿Hacer algo que nunca he intentado o reescribir mi libro anterior? Y así sucesivamente.
Las limitaciones impuestas por un público específico pueden llevar a una forma muy elevada de arte; al fin y al cabo, todo oficio responde a normas y limitaciones. Pero si la conciencia del público como mercado es el factor principal que rige tu escritura, serás un escritorzuelo. Hay escritorzuelos pretenciosos y escritorzuelos sin pretensiones. Por mi parte, prefiero a los segundos.
Hasta aquí hemos hablado de la etapa de planeamiento, la etapa del qué voy a escribir. Ahora que sé, con certeza o borrosamente, para quién escribo —un abanico que va desde mi nieta hasta la posteridad entera—, comienzo a escribir. Y entonces, durante la etapa de escritura, ser consciente del público puede ser absolutamente fatal. Es esa conciencia la que lleva al escritor a desconfiar de la historia, del lápiz, del cuaderno, a comenzar una y otra vez o a no acabar nunca. Los escritores necesitan una habitación propia, no una habitación llena de críticos imaginarios que los miren por encima del hombro y digan: «¿Es —el— una buena palabra para empezar esa oración?». Un censor interno demasiado activo, o su equivalente externo —lo que dirá mi agente o mi editor—, es como una avalancha de piedras en el camino de la historia. Al escribir, debo centrarme por completo en la obra misma, confiar en ella y ayudarla a encontrar el camino, pensando poco o nada en para qué o para quién escribo.
Pero cuando llego a la tercera etapa, la de corrección y reescritura, la cosa se invierte una vez más: tener conciencia de que alguien leerá la historia, y de quién podría leerla, resulta esencial.
¿Cuál es el objetivo de la corrección? Claridad, impacto, ritmo, fuerza, belleza… Cosas todas que suponen que una mente y un corazón recibirán la historia. La corrección quita de en medio los obstáculos innecesarios para que el lector pueda recibir la historia. Por eso es importante la coma. Y por eso la palabra adecuada, no la palabra aproximada, es importante. Y es importante la coherencia. Y son importantes las implicaciones morales. Y todas las demás cosas que hacen que una historia sea legible, que le dan vida. Al corregir tienes que confiar en ti mismo, en tu juicio, suponiendo que funciona con la misma inteligencia receptiva que poseen tus lectores potenciales.
También puedes confiar en lectores específicos y reales: cónyuge, amigos, compañeros de taller, maestros, editores, agentes. Puede que te debatas entre tu juicio y los ajenos, y puede que te sea difícil dar con la arrogancia necesaria, la humildad necesaria o el compromiso adecuado. Tengo amigos escritores que son sencillamente incapaces de escuchar sugerencias críticas; las acallan poniéndose a la defensiva y dando explicaciones: Sí, vale, pero verás, lo que me proponía… ¿Son unos genios o unos cabezotas? El tiempo lo dirá. Tengo amigos escritores que aceptan todas las sugerencias críticas acríticamente y acaban con tantas versiones como críticos haya. Si caen en manos de agentes y editores dominantes y manipuladores, quedan indefensos.
¿Qué puedo recomendar? Confía en tu historia; confía en ti mismo; confía en tus lectores. Pero con sabiduría. Confía con cautela, no ciegamente. Confía con flexibilidad, no con rigidez. Todo este asunto de escribir una historia es un ejercicio de equilibrismo: estás en mitad del aire, caminando sobre una cuerda floja de palabras, mientras los demás te miran desde allá abajo, en la oscuridad. ¿En qué puedes confiar sino en tu sentido del equilibrio?
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[1] Y, por supuesto, leyendo historias. Leer —leer las historias que han escrito otros escritores, leer voraz pero críticamente, leer lo mejor que existe y aprender de ello de cuántas maneras buenas y diferentes se puede contar historias— es tan esencial para ser escritor que siempre me olvido de mencionarlo; así pues, lo hago en esta nota al pie.
[2] Por ejemplo, lean Guerra y paz. (Si no han leído Guerra y paz, ¿a qué están esperando?) La más grande de todas las novelas se ve interrumpida de vez en cuando por la voz del conde Tolstói, que nos dice lo que deberíamos pensar sobre la historia, los grandes hombres, el alma rusa y demás cuestiones. Sus opiniones resultan mucho más interesantes, convincentes y persuasivas cuando las absorbemos inconscientemente a partir de la historia que cuando se presentan como conferencias. Tolstói era un escritor sumamente seguro de sí mismo, y con razón, y buena parte de la potencia y belleza de su libro procede de sus personajes. Hacen lo que tienen que hacer, y solo lo que tienen que hacer; y con eso basta. Pero las serias convicciones del autor parecen haber debilitado su confianza en su capacidad de insertar esas ideas en la historia; y esas faltas de confianza son las únicas partes sosas y poco convincentes de la más grande de todas las novelas.
© Ursula K. Le Guin: A Matter of Trust (Una cuestión de confianza), charla impartida en un taller literario en Vancouver, Washington, en febrero de 2002. Publicado en The Wave in the Mind: Talks and Essays on the Writer, the Reader and the Imagination, 2004. Traducción de Martin Schifino.
Conferencia de Alberto Ure sobre Samuel Becket en el Seminario Escenarios para un nuevo Milenio UNR. Facultad de Psicología y Escuela Provincial de Teatro y Títeres Rosario, 5 de julio 1996.
Con su habitual sentido del humor, el escritor estadounidense Kurt Vonnegut ideó un sistema para dar cuenta de las distintas curvas emocionales que podían adoptar las historias en torno a dos ejes: comienzo-final y buena suerte-mala suerte. El video es un extracto de una charla más larga, cuya transcripción se publicó en su totalidad en el libro Un hombre sin patria, bajo el título “Ahí va una una lección de escritura creativa”.
Ponencia realizada en el marco de la Cátedra Abierta UDP en Homenaje a Roberto Bolaño.
Invitado: César Aira
Presentador: Leonardo Sanhueza
Creo que todo escritor creativo, novelista, poeta, es casi inevitablemente un crítico y un teórico, porque al escribir es inevitable reflexionar sobre lo que se está haciendo y estas ideas quedan con una forma un poco difusa. Por eso agradezco tanto estas ocasiones que me dan de escribir algo, de poner en negro sobre blanco estas ideas, estas reflexiones sobre el oficio que siempre están presentes mientras escribimos.
Esto que voy a leerles corresponde a una serie de reflexiones un poco inconexas y circulares, que tuvieron su origen en la lectura de un librito hace un tiempo que me dejó bastante intrigado. Sentí que ahí había algo que no cerraba del todo. Fue la lectura de un texto que probablemente conocen bien, el viejo cuento de “Aladino y la lámpara maravillosa”. Frecuentemente se asocia este cuento con Las mil y una noches, pero no pertenece estrictamente a esta recopilación de cuentos populares del siglo XVII, sino que viene de mucho antes, del siglo XI. Precisamente tuve la ocasión de leer una reconstrucción filológicamente muy acabada, hecha por un arabista francés, del cuento original de Aladino. De ahí surgieron estas reflexiones, ya van a ver por qué. Esta historia fue agregada a Las mil y una noches por el primer traductor europeo de la recopilación y ahí quedó. En las traducciones y ediciones nuevas de Las mil y una noches no se le incluye, igual que a “Simbad el marino”. Es curioso que los cuentos que se hicieron más populares de esa recopilación, no pertenezcan en rigor a ella.
Aladino es un niño pobre que vive de la mendicidad junto a su mamá. Un día aparece un brujo forastero que sabe que cerca del pueblo hay una caverna, en el fondo de la cual hay una lámpara con un genio. Es muy peligroso bajar a la caverna, por lo que busca a este jovencito y le da las instrucciones. El chico baja, encuentra la lámpara y cuando quiere salir, el brujo le pide que primero le dé la lámpara, diciendo que después lo ayudará a salir. El niño desconfía del viejo y no se la entrega, por lo que el brujo se enoja y lanza un hechizo para sellar la entrada de la caverna con una roca. Aladino se queda adentro, en la oscuridad. Piensa en su mamá que lo debe estar esperando y se larga a llorar. Las lágrimas mojan la lámpara y él, para limpiarla, la frota con la manga. Ahí aparece el genio, que le ofrece realizar cualquier deseo. Aladino pide volver a casa con su mamá y el genio se lo concede de inmediato, y ahí aparece el joven, en su vieja casa pobre junto a su mamá. Aquí empieza lo raro. Después de esa aventura con el brujo extranjero, el joven continúa su vida normal. Vive con su madre viuda, son pobrísimos, pasan privaciones. Una noche se van los dos a la cama con el estómago vacío. La noche siguiente pasa lo mismo, entonces Aladino piensa en la lámpara y en el genio y recuerda que éste le había dicho que estaba a sus órdenes para satisfacer cualquier deseo. Pues bien, en ese momento tenía hambre, qué le costaba probar. Frota la lámpara, aparece el genio y Aladino le pide algo de comer para él y su madre. El genio accede, y aparece en el miserable cuarto, servida sobre manteles de las más finas telas y en vajilla de plata, una cena con los más exquisitos manjares. Aladino y su mamá comen hasta hartarse y después se van a dormir. Por supuesto, dados sus hábitos frugales, no han comido todo, han guardado lo que sobró, que es bastante, y de eso se alimentan en los días siguientes. Al fin la provisión se termina, y vuelven a pasar hambre. De pronto, a uno de los dos se le ocurre que esos hermosos platos, fuentes y cubiertos de plata deben de tener valor. Aladino toma un plato, va a la ciudad, busca a un platero o joyero y encuentra a uno que le compra el plato, pagándole una suma que para el joven es grande. Con eso compra comida, la ahorra con su madre y les dura varios días. Cuando los alimentos se acaban, saca otro plato y lo vende y así continúa. El genio ha servido esa cena con la mayor esplendidez, sin ahorrar vajilla. Hay también fuentes de plata con delicados trabajos de orfebrería. Si por cada plato le pagaban una moneda, por la fuente le pagan dos. Así Aladino vende todo hasta llegar a la última cucharita, por la que le dan una moneda de poco valor, pero con la que alcanza a comprar un puñado de arroz que hacen durar varios días.
Finalmente se acaba todo y vuelven a pasar hambre. Ya sea porque el hambre agudiza el ingenio, o por alguna otra razón, Aladino vuelve a pensar en la lámpara que ha quedado olvidada en un rincón. El joven vuelve a frotarla y el genio aparece. Nuevamente le pide comida y el genio, igual que antes, sin mostrar la perplejidad que seguramente siente, hace aparecer de inmediato una espléndida cena, en la misma vajilla de plata. Aladino y su mamá vuelven a comer de manera opípara y gracias a lo abundante de la magnanimidad del genio, les sobra y alcanza para varios días. Una vez terminada hasta la última migaja, recomienza la rutina de la venta de la vajilla. Aquí Aladino descubre que el platero al que le ha estado vendiendo, le ha pagado menos de lo que correspondía, aprovechándose de su ingenuidad. Lo descubre porque un colega y competidor se entera de estas transacciones y le ofrece un precio mejor. Esta vez el dinero alcanza para comprar más comida y el provecho obtenido por la venta de la vajilla dura más tiempo. Recordemos que Aladino y su madre siguen tan absolutamente pobres como antes y como siempre. Cada moneda obtenida por la venta de un plato, una fuente o un cubierto de plata, va inmediatamente a la compra de comida y esta comida es consumida con parsimonia, pero hasta terminarla, antes de realizar una nueva venta. Aun con esta duración extendida, la vajilla se acaba. Otra vez desprovistos, el muchacho y su mamá vuelven a pasar por la cruel experiencia del hambre, pero ya alertado de las posibilidades a su disposición, Aladino vuelve a frotar la lámpara y etcétera. Esto se repite cinco o seis veces.
Hay algo raro en esto, algo casi demasiado raro, aun para nuestro gusto literario del siglo XXI, que ya ha pasado por todas las rarezas. Reconocemos mecanismos del relato primitivo de todas las civilizaciones: la repetición, la obstinación, una cierta minucia práctica y, sobre todo, algo que a nosotros nos parece anterior a la sicología, un sicoprimitivismo. Es como si el personaje, en lugar de actuar motivado por una serie de causas razonadas por él, lo hiciera obedeciendo a una suerte de máquina de actuar, que es el relato mismo. En suma, diríamos que esto no es realista, con lo que nos revelamos a nosotros mismos que definimos el realismo por la identificación sicológica con los personajes, no la mera identificación con el prójimo, que podemos sentir en la realidad, sino precisamente la que vuelve realidad vicaria al personaje y con ello lo extrae del mecanismo del relato en el que vivía. Es como si nos propusiéramos ignorar que Aladino es un artefacto verbal y quisiéramos tenerlo sentado frente a nosotros para explicarle un par de cosas, decirle, por ejemplo, que podría pedirle al genio de la lámpara un millón de monedas de oro y una bonita casa en una colina y setecientos camellos. Es cierto que así dejaría de existir el cuento, pero no nos importa. El realismo así entendido desarticula todo cuento por las líneas de una causalidad sicológica muy particular: la nuestra.
Esta misma intervención violenta en la trama visible del relato, al extraer a los personajes de su contexto verbal, produce un distanciamiento, que adopta la forma de la impaciencia. Cuando llegamos a la tercera cena y anticipamos la parsimoniosa venta, una vez más, de los platos y los tenedores, ya estamos maduros para gritarle a Aladino que no sea tan estúpido. Y esto no solo pasa con el relato primitivo, sino también con el perenne neoprimitivismo de la cultura popular. Pasa con esas películas en que la mujer que está sola en la casa a la medianoche, con un corte de luz, oye un ruido en el sótano y baja a ver. Siempre baja, aun temblando de miedo y con cara de terror. Cuando la devora el monstruo o la descuartiza el asesino serial, sentimos que se lo merecía. Por qué no fue a pedirle ayuda a los vecinos o al menos salió a la calle. No, tenía que ir a meterse a lo más oscuro, donde sonaban los gruñidos. Lo mismo el héroe de policía que persigue al villano escaleras arriba (en lugar de pedir refuerzos, rodear el edificio y quedarse esperando), y terminan a las trompadas en una cornisa a ochenta metros de altura, inútilmente. La pasión, la precipitación, la imprudencia, la lisa y llana estupidez, son la carne y la sangre del realismo, si queremos llamar realismo a ese juego artístico que se completa al complementarse con lo más razonable y cartesiano de nosotros, sus consumidores.
Con el pobre Aladino entramos en una relación de distancia histórica, basta con que le pongamos el marbete de precapitalista. Más cerca estamos del genio en la lámpara, de su perplejidad al verse desocupado. Si la lámpara hubiera caído en las manos de un sujeto de la sociedad de consumo, efectivamente si fuéramos nosotros, los hijos del capitalismo y de la sociedad de consumo los que dispusiéramos de su genio, la gastaríamos de tanto frotarla. Me pregunto si no sería excesivo, es decir, si podría no ser excesivo. El exceso ya está en las premisas, o en la premisa principal, que es el deseo. Por ejemplo, si la tuviera yo, qué le pediría. Evidentemente, dados mis gustos, libros. Los libros más raros, los más difíciles de encontrar, todos los que quisiera. Pero, un momento, los libros los quiero para leerlos y en caso de tenerlos sin leer me sentiría en deuda. Ahí, entonces, estaría en la misma situación, en el mismo mecanismo del tonto primitivo de Aladino, del que me estuve burlando. El paralelismo es sorprendente, así como él no pedía otra cena hasta haber terminado la última migaja de la anterior, yo no pediría otro libro hasta haber terminado la última página del anterior. Más aun, igual como Aladino prolongaba el beneficio de una cena vendiendo la vajilla, yo prolongaría el don de mi libro como lo prolongo ahora sin lámpara, es decir, tomando notas, releyendo, charlando con mis amigos sobre el libro.
Me pregunto si este paralelismo no se dará en cualquier otro beneficiado del genio, pida lo que pida. ¿No será el sistema de Aladino, el modelo de todo aprovechamiento racional del don? Es decir, de todo aprovechamiento que tome en cuenta el tiempo. Porque el tiempo, padre de la realidad, le impone a esta su extensión, después del rayo instantáneo de la magia. En este punto hay que recordar una precaución fundamental: los dones de la magia se gozan en la realidad, y no en una realidad embellecida y pasada en limpio, sino en una realidad menos mágica, la más chata y cotidiana. Inmediatamente después de producirse la magia, debemos volver a la realidad, pisar la tierra y administrar en ella lo que obtuvimos. El realismo es de rigor y si pretendiéramos prolongar la magia, perderíamos todo el placer de su beneficio, por eso es preciso hacer un corte radical. (Ahí estuvo el error y la perdición del llamado realismo mágico, que en lugar de hacer ese corte radical, devalúa los beneficios de la magia, despojándola del respaldo de la realidad.)
Deberíamos aceptar que primero está la magia y la magia está siempre en el comienzo y que no hay comienzo sin magia. Como dijo Picasso, “todo es milagro, por ejemplo, que al meternos a la bañadera no nos derritamos como un terrón de azúcar”. Ahí es donde comienzan las historias, después viene la realidad, para darle materia y sentido a esa historia. Todo lo que nos hace la realidad: frustrarnos, deprimirnos, envejecernos, matarnos, deriva de su duración y persistencia. Ha nacido del corte radical que hicimos inmediatamente después del prodigio mágico y ya no va a interrumpirse. Resignados o no, tenemos que vivir en esa duración.
La lección del Aladino realista sería esta: hay que aprovechar el don hasta la última migaja, con lo cual ponemos al tiempo, nuestro enemigo, a trabajar a nuestro favor. De ese modo el transcurrir insensato y destructor de la vida toma sentido. Hay un verso, una declaración de programa poético de un poeta argentino, Edgar Bayley, que dice: “es infinita esta riqueza abandonada”. Ahí hay algo de nostalgia o de impotencia. La magia, por definición, nos ofrece el mundo entero, en toda su inagotable riqueza, pero esa riqueza se despliega en un desierto y atravesarlo es lento, engorroso, interminable y, sobre todo, dolorosamente parcial. Da la impresión de que esa riqueza queda abandonada, porque una vida no alcanza para gastarla, ni dos, ni mil.
Es inevitable que encontremos estúpido, imprudente, ignorante o corto de miras a cualquier protagonista de cualquier historia. Dije que nos identificábamos, más que con Aladino, con el genio. Con su perplejidad ante la propia lucidez de su propietario. Pero, observando con más atención lo que pasa, podríamos dudar de la perplejidad del genio. Sí, quizás está sorprendido y no lo dice. Obedece al protocolo del fantasma y de los aparecidos en general, que solo hablan cuando se les dirige la palabra, pero también es posible que no tenga nada que decir y que le parezca natural la conducta de su joven amo. Después de todo, es un genio precapitalista. No obstante, hay un tercero en juego, el autor. Aun anónimo, colectivo, está poniendo una dosis de ironía. Lo que debemos preguntarnos es si se puede contar una historia como esta, con todo lo primitiva que sea, sin superar el nivel intelectual de Aladino, nivel en el que lo más llamativo es la escandalosa falta de imaginación. Quizás la conclusión a sacar es que el autor nunca es precapitalista, siempre es capitalista. Todos sus personajes pueden pertenecer a las eras arcaicas del trueque, o de la fábula, a la utopía o a la naturaleza, él no, siempre será capitalista, aunque viva antes del capitalismo, o después, si es que hay un después, porque la noción de autor es coextensiva a la de un cierto tipo de acumulación, representación que constituye el núcleo de la idea del capitalismo.
La pasión, la precipitación, la imprudencia, la lisa y llana estupidez, son la carne y la sangre del realismo, si queremos llamar realismo a ese juego artístico que se completa al complementarse con lo más razonable y cartesiano de nosotros, sus consumidores.
Pero este cuento no es realista, es todo lo contrario, es un cuento de magia. La incomodidad que produce se debe a que es un cuento de magia que procede con la materia del realismo. Si la premisa es la magia, estamos dispuestos a aceptarla, pero para nuestra sorpresa Aladino se niega a dar el salto causal de la magia y elige el paso a paso de la realidad. Adopta una actitud que es la opuesta a la del lector, pues el contrato básico de todo lector de ficción parte de lo que Coleridge llamó, famosamente, “una suspensión momentánea de la incredulidad”. A partir de esa suspensión se establecen nuevas reglas de realidad, parecidas y hasta idénticas a las de la realidad primera, pero sostenida en una convención. Aladino se niega por juventud, inexperiencia o ignorancia a firmar el contrato y sigue operando con las reglas de la realidad primera. Es por eso que lo vemos como un intruso en el mundo mágico, al que ha entrado desde que tomó posesión de la lámpara.
En esa frase de Coleridge, la suspensión momentánea de la incredulidad, yo subrayaría la palabra momentánea, de modo de traer a colación una vez más al tiempo, porque de eso se trata y de eso se trata siempre cuando se trata de alguna clase de manipulación de la realidad. La lectura de ficción es para el lector una burbuja de tiempo en el tiempo, un paréntesis en el tiempo, dentro del cual también hay tiempo, pero otro. La incredulidad que rige el curso de la vida y se interrumpe en ese paréntesis, no es necesariamente incredulidad propiamente dicha. Creo que esa palabra designa en general a la percepción racional motivada de la realidad. Abrimos el paréntesis, o entramos a la burbuja, para liberarnos de esos encadenamientos causales. Pero una sofisticación inevitable quiere que, allá dentro, el discurso cree una representación de las mismas percepciones racionales, motivadas y causales de la realidad. El mismo Coleridge lo dice, “aun en los sueños no imaginamos nada sin un antecedente, causa o cuasi causa”. A eso llamamos realismo. Entonces la credulidad –lo hemos asumido mediante la costosa renuncia a nuestra valiosa y útil incredulidad– no nos sirve de nada, yace superflua, se vuelve un lujo, uno de esos lujos que con gusto le pediríamos al genio de la lámpara si la tuviéramos. Y sucede que la tenemos, tenemos cientos, miles de lámparas maravillosas en la biblioteca, en forma de libros, que nos darán todo lujo que el tiempo nos dé tiempo a gozar.
La lectura de ficción es para el lector una burbuja de tiempo en el tiempo, un paréntesis en el tiempo, dentro del cual también hay tiempo, pero otro. La incredulidad que rige el curso de la vida y se interrumpe en ese paréntesis, no es necesariamente incredulidad propiamente dicha.
Con su salto por encima de las causas y efectos, la magia elimina el tiempo y viceversa. El realismo en la novela, es el registro de la ocupación del tiempo. Lo que hace Aladino, el Aladino realista, que se recorta sobre la magia vendiendo plato a plato y comprando arroz barato, es ganar tiempo, ganárselo a la pobreza y al hambre. La lectura, cuando no es utilitaria, de información o aprendizaje, más específicamente la lectura de novelas, es una operación temporal ambigua. No sabemos si estamos perdiendo o ganando el tiempo y nunca llegamos a una conclusión definitiva al respecto. Proust planteó el problema en un ensayo, “Días de lectura”, y lo respondió a su modo con esta intrigante propuesta: “los días que hemos creído perder para la vida, porque los pasamos leyendo, son los que hemos vivido con más intensidad”. No sé si se lo podrá explicar por algún mecanismo sicológico, pero todos los lectores hemos sentido la duplicación, o mejor, la intensificación de la vida que se produce cuando entramos en esa suspensión narrativa dominada por el adverbio momentáneamente.
La incredulidad, entendida como la desconfianza y la crítica, es la virtud sin la cual seríamos arrollados por la realidad. Es un elemento clave de la supervivencia en sociedad y aun fuera de ella. La expresión tan común “No lo puedo creer” indica que la credulidad y hasta la creencia exigen un esfuerzo, no son lo natural y dado. Lo que no podemos creer es lo que nos dicen, necesitamos verlo y ni siquiera así. La lengua es así, una vez que se dice una sola mentira, ya no se puede creer nunca más. Es el problema de la comunicación lingüística, de hecho todo en la lengua remite a la creencia, a una suspensión de la desconfianza. Por eso se dice “ver para creer”, pero lo que vemos también nos puede engañar y es preciso recurrir a pruebas suplementarias. El emblema de las prostitutas de Roma era una mano abierta con un ojo también abierto en la palma. Creían en lo que se les decía solo si lo veían y luego creían en lo que veían solo si lo tocaban, es decir, si les ponían dinero en la mano. Hay una escalada: de la palabra al ojo, del ojo a la mano. El arte religioso, destinado a suplir en la imaginación, con su materialidad, la falta de pruebas materiales de la divinidad, avanza por necesidad hacia lo tangible y por esa vía se justifica la teoría de Bernard Berenson de ver la culminación de la pintura renacentista en los valores táctiles que sugieren el claroscuro y las veladuras.
Es cierto que la incredulidad suspendida no es lo mismo que la credulidad y si bien trémula y cambiante, hay una diferencia entre credulidad y creencia. El escritor inglés Norman Douglas hace una perspicaz observación al respecto. En su libro sobre la vieja Calabria dedica un largo y desopilante capítulo a las creencias religiosas del pueblo del sur de Italia. Abundan los santos levitantes, o directamente voladores, y se cree en su vuelo a pie juntillas. O los santos que además de volar producían resurrecciones, como el venerable fray Egidio de Taranto, que se especializaba en revivir animales muertos. Douglas cuenta de él algunos casos, como el milagro de las anguilas, en el que un pescador había traído una buena cantidad de anguilas al mercado para vender y grande fue su disgusto al ver que habían muerto durante el viaje. En el sur de Italia nadie compra anguilas muertas. Por suerte, vio llegar al santo en un botecito y le informó que las anguilas no estaban muertas, solo dormían y las despertó mediante una reliquia de San Pascual que siempre llevaba consigo. Las anguilas, dice el biógrafo del santo, que habían estado muertas y convertidas en un montón gelatinoso, ahora volvieron los vientres hacia abajo y se retorcieron en espiral como hacen siempre. Una exclamación se alzó entre los testigos y la fama del milagro de inmediato se extendió a todas partes. Este fray podía hacer lo mismo con langostas, vacas y seres humanos. Así lo hizo, por ejemplo, con una vaca que pertenecía a su monasterio. Una vez fue robada por un carnicero y un pillo, sacrificada y cortada, según los cortes usuales, con vistas a vender la carne. El santo descubrió los restos del animal, ordenó que los juntaran en el piso en la forma de una vaca viviente, con las entrañas, la cabeza y lo demás en sus posiciones naturales, tras lo cual hizo la señal de la cruz sobre la bestia muerta y poniendo en ello toda su fe, le dijo: “en el nombre de dios y de san Pascual, levántate Catalina (que era el nombre de la vaca)”. Al oír estas palabras el animal se sacudió y se puso de pie, viva, entera y fuerte, tal como había estado antes de que la mataran. A propósito, este podría ser un buen argumento para una película de terror, que armen a la vaca pero que la armen mal, entonces cuando renace, lo hace como un monstruo todo cambiado y mata a todos los monjes.
Norman Douglas dice que, a un inglés culto como él, o a un hombre civilizado de cualquier nacionalidad, esto le provoca una sonrisa condescendiente, pero observa que en las cultas y civilizadas naciones nórdicas también hay gente religiosa, cristianos que van a la iglesia y creen algunos, quizás la mayoría, firme y fervorosamente. Y si creen, por ejemplo, que Jesucristo resucitó el tercer día, bien podrían creer en la resurrección de la vaca, o en los vuelos planeados de los santos, porque no hay una diferencia esencial entre ambas cosas. Douglas ve ahí solamente una diferencia en la distribución de la creencia, dice: “Ultracrédulo respecto de un conjunto de relatos, al inglés no le queda credulidad para otro conjunto, concentra sus energías de creencia en un pequeño espacio, mientras que las de los italianos están diluidas en un área extensa”. Estas distribuciones, llevadas al plano intraindividual y hedónico, son las que hace el lector en su siquismo, para mejor gozar de la lectura de las novelas. El autor de esas novelas ha debido tomar en cuenta, para hacer bien su trabajo, el diferencial de nivel de espesor espacial y temporal de la suspensión momentánea de la incredulidad.
Para apreciar esto más en concreto, hay que detenerse en un hecho histórico abundantemente documentado en las biografías correspondientes, lo asombrosa y escandalosamente crédulos que fueron todos los grandes novelistas realistas del siglo XIX. Espiritismo, profecías, visiones, apariciones y curas milagrosas eran moneda corriente en Víctor Hugo, Tolstoi, Dostoievski, Dickens y Balzac, al tiempo que construían sus sólidos edificios novelísticos, cargados de realidad hasta la última cornisa, aunque siempre con un sótano sobrenatural. Algunos casos son sorprendentes. Dickens escribió una de sus mejores novelas, Bleak House, con el solo propósito de poner en escena un caso de combustión espontánea. Una ridícula teoría de la época, según la cual un hombre podía encenderse de pronto porque sí, y reducirse a cenizas en instantes. Por supuesto que no había pruebas de que tal cosa ocurriera o hubiera ocurrido nunca. Nadie había visto encenderse a nadie y quemarse en su propio fuego. ¿Cómo podía creerlo un hombre culto e inteligente como Dickens? Más extraño aún, ¿cómo podían créelo sus lectores, los que aprendían en sus libros cómo funcionaba el mundo real? Lo cierto es que ese episodio, el del hombre víctima de la combustión espontánea, está en el centro de la acción de Bleak House. Ocupa solo un par de párrafos en medio de las ochocientas páginas de esa maravillosa novela, en la que se despliega todo un mundo de vida. Con el paso del tiempo, el centro de interés se ha desplazado, el realismo intenso que debería servirle de marco ahora acapara todo nuestro interés, y el episodio prodigioso es una mera extravagancia que le perdonamos a Dickens con una sonrisa. La misma sonrisa con la que oímos el “levántate Catalina” de fray Egidio, pero nos ponemos serios cuando nos hablan de la resurrección de Cristo. En la misma medida en que no podemos creer en la combustión espontánea, nos vemos obligados a creer en el Londres de Dickens. Es posible que ahí esté el secreto del realismo: en pagar la creencia inmensa del mundo, con una gota de credulidad.
El caso de Balzac es más apabullante, pero con él es preciso retroceder una vez más a la lámpara de Aladino y a las ensoñaciones que nos sugiere. Hay algo que no podemos ocultarnos, si se nos apareciera el genio bienhechor a nosotros, modernos, todo lo que podríamos pedirle, más allá de algunos resguardos sentimentales, se reduciría a una sola cosa: dinero. Notemos que Aladino en ningún momento le pide dinero al genio. El dinero corresponde a la realidad, él lo consigue gracias al genio, pero indirectamente, pues es gracias a la venta, en la realidad, de los objetos obtenidos en la magia. Nosotros iríamos a la vía directa, porque la historia ya ha hecho entrar al dinero en el terreno de la magia. Eso vale también para mí, en mi fantasía de los libros, antes de recibirlos directo del genio, preferiría pedirle el dinero para comprarlos, porque la visita a la librería, la elección y la transacción ya forman parte del placer y de la ceremonia de la lectura. En los cuentos antiguos se le pedían cosas, paulatinamente con el avance y triunfo del capitalismo las cosas van reduciéndose a dinero. Es un avance de lo simbólico, o del instrumental de representación, paralelo al avance del lenguaje en la civilización. Dinero y lenguaje son instituciones gemelas, unidas por el método y el origen. Esto ya lo notaba Gibbon en el capítulo nueve de su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano, donde dice: “el valor del dinero ha sido instituido por consenso general para expresar nuestras necesidades y nuestros bienes, del mismo modo que la escritura se inventó para expresar nuestras ideas, y ambas instituciones, al darle una energía más activa a los poderes y pasiones de la naturaleza humana, han contribuido a multiplicar los objetos que estaban diseñados para representar”. Notemos que Gibbon al reconocer que la palabra y el dinero, nacidos para representar la actividad humana, multiplican esta actividad, está reconociendo que la representación de la realidad puede actuar como el motor de la realidad.
Balzac, padre y supremo sacerdote del realismo, es un doble perfeccionado y modernizado de Aladino. El deseo lo domina y más que el deseo, el deseo de satisfacer mágicamente el deseo. Alguna vez dijo: “podrá faltarnos dinero para lo necesario, pero nunca nos faltará para lo superfluo en que nos hemos encaprichado”. Su rama de magia era la manipulación financiera, la transformación de una deuda en un activo, mediante una prestidigitación de papeles. Sus novelas están llenas de esas maniobras y el placer que siente al lanzarse en el tema de bonos, hipotecas, sucesiones, quiebras, se hace evidente en la sensualidad y la insistencia con la que emplea el vocabulario de las finanzas, que tantos problemas les da a los traductores actuales de su obra. Es lo mismo que sucede con el vocabulario náutico en las novelas de piratas y en buena medida por el mismo motivo, así como los marinos se complacen en tener un idioma propio, incomprensible para los hombres de tierra, que acentúa su aislamiento e independencia una vez que sueltan amarras. Así Balzac soltaba amarras en el mar de las finanzas. Pero esto es arte de otra magia, la de la literatura.
Las anécdotas legendarias en la vida de Balzac van todas en esa dirección, como la vez que vio en la vidriera de un anticuario un bastón con puño de oro y lo asaltó el furioso deseo de poseerlo, imposible de satisfacer en el momento, porque no tenía un céntimo. Salió caminando de prisa, improvisando sobre la marcha un argumento de novela. Se lo expuso a un editor y le extrajo un adelanto con el que compró el bastón, media hora después de haberlo visto. El genio, aquí cambiando la acepción de la palabra, el genio sin lámpara, le daba lo que quería. Su amor apasionado por el mundo material era una fuente inagotable de deseo, tenía mucho que pedir y eso explica lo prolífico de su obra, porque se pide con palabras. Su compromiso con lo sobrenatural no es menor que el que lo une al mundo material. Este último se manifiesta con brillo especial en las demoradas y sensuales descripciones de interiores: muebles, lámparas, jarrones, cuadros, alfombras; no nos perdona nada, ni sus ubicaciones, estado de conservación, colores; el orbe inmaterial de la adivinación o la alucinación no está lejos, porque esos interiores no son más que palabras, discurso, ensoñación de novelista.
En una de sus novelas, Ursula Mirouet, un médico incrédulo es convencido por un colega de ir a Paris a visitar a una adivina. El médico va de mala gana, esperando hacer frente a alguna clase de fraude. La adivina, una señora gris en un departamento pobre, cae en trance y le habla de unos papeles importantes que se encuentran en la casa del médico. El hombre le pregunta dónde están esos papeles exactamente y la señora en trance contesta: “están entre las páginas de un libro encuadernado en cuero rojo, en el tercer estante de una biblioteca”. El hombre pregunta en qué biblioteca y ahí, para sorpresa tanto del médico como de los lectores, la adivina hace una descripción balzaciana del cuarto donde se encuentra la biblioteca, con todos los detalles. El médico se convence y no es para menos. El mismo Balzac se convence, suspendiendo momentáneamente la conciencia de que es él quien está inventando la escena y escribiéndola. La clave de realidad, que son sus descripciones del mundo material, puede ponerse al servicio de la magia.
A eso se refiere Borges cuando habla de “las magias parciales de la novela”. Él lo aplica al Quijote y la magia parcial en cuestión es la aparición en la novela de personajes que han leído esa misma novela o que conocen al autor. Se diría que se trata de lo que hoy llamamos metaficción. Pero otros casos que menciona Borges precisan su intención. Uno es “La mágica noche seiscientos dos” de Las mil y una noches, en la que Sherezade le cuenta al sultán la historia de un sultán que sacrifica a una doncella cada noche, hasta que una de ellas empieza a contarle historias con las que ganar tiempo hasta que transcurrieran las mil y una noches para mostrarle un hijo, y así la condena queda anulada, es decir, le cuenta la misma historia que ambos están protagonizando. Para Borges sucede algo parecido en el Ramayana y en Hamlet, donde los personajes ponen en escena una obra de teatro que repite en miniatura la obra que ellos mismos están representando. Pero el ejemplo más claro es el de un mapa de Inglaterra tan detallado, tan exhaustivo, que contiene el mapa, el cual a su vez contendrá también el mapa. Ahí vemos de qué está hablando: de la autoinclusión.
En otro contexto, estas autoinclusiones serían un problema de lógica, o en todo caso un juego de ingenio, pero, según Borges, en la literatura nos inquietan. A pesar de que el escritor no da una respuesta en este ensayo a por qué nos inquietan, podemos referirlo a una de sus ficciones, “Las ruinas circulares”, cuya moraleja es que si yo sueño, puedo ser soñado. Ahí está el motivo de la inquietud y hasta del miedo. Podemos no tener la realidad que creemos tener, mientras que las manipulaciones de la realidad a la que nos entregamos en nombre del realismo, podrían llegar a desacomodar los ejes que aseguraban nuestra presencia continua y tangible en el mundo. La realidad en tanto realidad es sólida. Para que un cuerpo ocupe un lugar, otro cuerpo tiene que haber desalojado previamente ese lugar. Es el argumento que usó Kant para refutar el espiritualismo angélico y la creencia en fantasmas en general. Si en ese sólido continuo se abre una burbuja, no tendrá consecuencias en el encadenamiento de causas y efectos, porque su apertura depende de nuestra voluntad o nuestro capricho de suspender momentáneamente la incredulidad. Quizás hemos cedido demasiado a esa voluntad o capricho. Quizás hemos hecho abuso de la literatura. Es una sospecha que legítimamente pudo albergar alguien como Borges y de pronto nos damos cuenta de que la burbuja puede no ser la burbuja, sino lo que la contiene, la masa universal que creíamos que era la realidad. Es decir, la realidad siempre está amenazada por la irrealidad, y la literatura es el laboratorio donde se preparan las recetas de esa amenaza y desde donde se lanzan los ultimátum. El realismo, sea como sea que se lo defina, es nuestro exorcismo favorito.
La obra de Borges, sus treinta y tres cuentos, se pone en perspectiva si la vemos dentro de la atmósfera y los procedimientos de Las mil y una noches, que fueron algo así como el molde en el que fraguó su imaginación y el paso a paso de la realidad.
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Clase Magistral de Hebe Uhart durante la Presentación de la Revista OCNI en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Realizada el 3 junio de 2013.
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En el año 2002, el escritor y poeta Roberto Bolaño participó en la primera edición de la Fiesta de Literatura Amplificada Kosmopoli realizada en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona.
Bolaño, que por aquel entonces empezaba a gozar de reconocimiento y presencia mediática tras ganar los premios Herralde y Rómulo Gallego por su novela Los detectives salvajes, estaba invitado para hablar de la nueva narrativa en Uruguay, Argentina y Chile. Pero decidió saltarse el guión y centrar su discurso en la literatura argentina y, más concretamente, en la narrativa realizada después de la muerte de Borges, que él denominó «las derivas de la pesada».
«La idea original era hablar de la literatura argentina desde Borges hasta Rodrigo Fresán, pero pronto comprendí que para hacerlo hubiera necesitado no diez páginas sino cien, y evidentemente no estaba dispuesto a escribir cien páginas, ni mucho menos creo que ustedes estuvieran dispuestos a escucharlas ahora» Roberto Bolaño, Kosmopolis 2002, CCCB.