Por Alejandro Dato
En su paradójico estilo, un escritor vanguardista planteaba no hace mucho que los jóvenes novelistas de hoy día, al carecer de conflictos en sus vidas, los inventaban en sus ficciones, cuando esto era lo único que no debían inventarse, ya que así quedaba obstruida la genuina invención novelesca, el submarino del capitán Nemo o la locura de Don Quijote, que era lo que se inventaba para huir del conflicto.
El caso de Graham Greene, para el que tanto sus viajes como el acto de la escritura, según propone en su autobiografía, eran vías de escape, parece en este sentido un ejemplo de manual, y también otra paradoja, ya que sus viajes como corresponsal, de manera invariable, lo llevaban a puntos de conflicto: al Haití del “Doc” Duvalier, al Kenia agitado por el levantamiento de los Mau Mau, a las turbulencias de la Cuba revolucionaria, o al castigado Vietnam en el que se derrumbaba el imperio colonial francés. Este último es el escenario de la novela que quiero comentar: El americano tranquilo. Y lo primero que puede decirse es que comenzada su lectura, el mundo que rodea al lector se desvanece como un murmullo de fondo.
La historia se sitúa en la Indochina francesa en la década del cincuenta. Las fuerzas coloniales están perdiendo ante el Vietming y Estados Unidos busca posicionarse en la zona para combatir el avance del comunismo. Esta triada está encarnada en los tres personajes principales de la novela. Thomas Fowler, el narrador de la historia, es un corresponsal de guerra británico, de mediana edad, que ya lleva cinco años cubriendo el conflicto y dos de convivencia con Phuong, su joven amante vietnamita. Esta situación más o menos estable, condimentada por unas periódicas pipas de opio, se ve amenazada con la llegada de Alden Pyle, un agente encubierto de la CIA. Así describe Fowler la primera impresión que le dejó el norteamericano:
«Lo había visto en septiembre pasado cruzar la plaza hacia el bar del Cont inental: una cara inequívocamente joven y sin usar, lanzada hacia nosotros como un dardo. Con sus piernas desgarbadas y su corte de pelo militar y su amplia mirada de universitario, parecía incapaz de hacer daño».
Valga aclarar que Pyle tiene treinta y dos años, su cara sin usar no es fruto de su edad sino un rasgo de carácter, y ya desde un primer momento se muestra como un personaje peculiar. Amable y respetuoso en el trato, poco propenso a las efusiones de sus colegas norteamericanos, no bebe alcohol y la única vez que entra en un cabaret le aflige que unas chicas tan jóvenes tuvieran que prostituirse.
“Le dije a Phuong:
—Me gusta ese tipo, Pyle.
—Es tranquilo —contestó, y el adjetivo que fue ella la primera en usar se le adhirió como un mote escolar, hasta el extremo de que se lo oí usar incluso a Vigot, cuando me contó la muerte de Pyle, sentado allí con su visera verde.
Detuve nuestro trishaw frente al chalet y le dije a Phuong:
—Entra y busca una mesa. Es mejor que yo me ocupe de Pyle.
Ése fue mi primer instinto: protegerlo. Nunca se me ocurrió que había una necesidad mayor de protegerme a mí mismo. La inocencia siempre reclama tácitamente protección cuando haríamos mucho mejor en protegernos contra ella: la inocencia es como un leproso mudo que ha perdido su campanilla y que se pasea por el mundo sin querer hacer daño.”
Para entonces Graham Greene ya es un narrador experto, con diecisiete novelas a su espalda, y sabe cómo mantener el interés del lector. La candidez de Pyle es un rasgo inesperado en un espía y tiene consecuencias inmediatas. Se enamora de Phuong nada más verla, y dado que admira y aprecia a Fowler, se siente en la obligación moral de advertirle que le pedirá la mano a su amante para que se case con él. La escena en la que finalmente le propone casamiento resulta memorable. Como el francés de Pyle es muy malo y Phuong no comprende el inglés, Fowler termina oficiando de traductor.
“Traduje lo que decía con meticuloso cuidado —sonaba peor así—, y Phuong estaba sentada en silencio con las manos en su regazo como si estuviera escuchando una película.
—¿Lo ha comprendido? —me preguntó Pyle.
—Hasta donde yo puedo saberlo, sí. ¿No querrá usted que yo le añada un poco de fuego, verdad?
—Oh, no —dijo—, sólo traduzca. No quiero perturbarla emocionalmente.
—Ya entiendo.
—Dígale que quiero casarme con ella.
—Se lo dije.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Me preguntó si hablaba usted en serio. Y le he dicho que es usted de ese tipo de personas serias.
—Supongo que ésta es una situación extraña —me dijo—, que tenga que pedirle a usted que me traduzca.
—Bastante extraña.
—Y sin embargo, parece tan natural. Después de todo, usted es mi mejor amigo.
—Es muy amable de su parte decirme eso.
—No hay nadie por quien aceptaría meterme en problemas excepto por usted —me dijo.
—¿Y supongo que enamorarse de mi chica es como meterse en problemas?
—Desde luego. Ojalá fuera cualquier otra persona, Thomas.
—Bueno, ¿qué le digo ahora?, ¿que no puede usted vivir sin ella?
—No, eso es demasiado emotivo. Y tampoco es toda la verdad. Tendría que irme, por supuesto, pero uno lo supera todo.”
Graham Greene pasó cuatro inviernos en Saigón entre 1951 y 1954 como corresponsal para Le Figaro, The Times y The New Republic. En palabras del propio autor: «Quizá haya en El americano tranquilo un reportaje más directo que en cualquiera de mis otras novelas». De esta entrenada capacidad de observación surgen frescos callejeros como estos:
“Me detuve en la entrada y miré hacia la calle. Bajo los árboles del centro de la avenida los peluqueros se entregaban a su labor; un trozo de espejo colgado de un tronco reflejaba el resplandor del sol. Pasó una muchacha trotando bajo su sombrero de molusco, con dos canastas en los extremos de un palo. El adivino sentado en cuclillas contra la pared de Simón Frères había encontrado por fin a un cliente: un viejo con una barbita mínima, como la de Ho Chi Minh, que lo contemplaba impasible barajar y volver las viejas cartas. ¿Qué futuro podía esperarlo que valiera una piastra? En el bulevar de la Somme uno vivía al aire libre; todos los vecinos sabían todo lo que se podía saber sobre el señor Muoi, pero la policía no poseía ninguna llave que le abriera la confianza de esa gente. A este nivel de vida, todo se sabía, pero uno no podía bajar a ese nivel como quien baja a la calzada.”
El personaje de Pyle siente un enorme respeto por lo que llama escritores serios (término que excluye a los novelistas y a los poetas) y York Harding es uno de sus principales referentes. Este es un escritor poco informado sobre la compleja situación del sudeste asiático cuya especialidad es escribir libros sobre política exterior. De su lectura viene el convencimiento de Pyle de que la solución a los problemas del tercer mundo no estaría en el colonialismo ni obviamente en el comunismo, sino en una tercera fuerza que se perfilase hacia una democracia liberal. Y aquí es donde entra en juego el general Thé.
En los años veinte, un funcionario vietnamita, Ngo Van Chieu, que servía al gobierno francés, sufrió una revelación directa de Dios durante una sesión de espiritismo. Este sería el origen del caodaísmo, una religión sincrética que integra elementos del cristianismo, el islamismo, el hinduismo, el budismo, el taoísmo y el confucianismo. Durante el momento histórico en el que se sitúa la historia, el caodaísmo contaba con un ejército propio de unos veinticinco mil hombres, armados con morteros construidos con los tubos de escape de coches viejos, “que era aliado de los franceses, pero se volvía neutral en los momentos de peligro”. El general Thé había sido el jefe de estado mayor del caodaísmo. Lo abandonó posteriormente y se fue a la montaña para combatir los dos bandos, a los franceses y a los comunistas. Esta es la tercera fuerza a la que apuesta Pyle.
A excepción de Fowler, el narrador, al que conocemos con mayor intimidad, siendo testigos de sus tensiones internas, los personajes de la novela están construidos con unos pocos rasgos significativos. Así como Pyle encarna una persona tranquila y de una inocencia nociva e entusiasta; Phuong, la joven vietnamita, es una amante devota que busca un matrimonio económicamente solvente, despojada de manera radical de todo romanticismo e incluso de erotismo, el deseo que suscita parece ser más bien una emanación involuntaria de su belleza. Tras pedirle que le bese, Fowler comenta:
“No tenía ninguna coquetería. Enseguida hizo lo que le había pedido y continuó con la historia de la película. De igual forma habría hecho el amor si se lo hubiera pedido, directamente, quitándose los pantalones sin preguntar, y luego habría vuelto a tomar el hilo de la historia de Mme. Bompierre y de la embarazosa situación del jefe de correos.”
El primer año de relación había sido un tormento. Fowler había intentado comprenderla y la había asustado con sus enfados ante los silencios de Phuong. Pero todo eso ya ha pasado. Fowler no se engaña, sabe por qué quiere estar con ella. Esto no le impide quererla, ni sentir un afecto sincero por Pyle, quien será su rival, mientras recurre a la mentira y a los más bajos recursos con tal de no quedarse solo.
Como contracara de la credulidad de Pyle, Fowler es un personaje escéptico en más de un sentido. Lleva demasiado tiempo como corresponsal. Sabe que la postergación de la guerra solo traerá más muertes, pero no revertirá la caída de las fuerzas francesas en la zona, y descree tanto de su oficio de periodista como de los grandes discursos ideológicos. En lo único que cree es en la posibilidad de mantenerse al margen de esa guerra inútil, limitarse a contar lo que ve y no tomar partido. En una charla con Pyle define claramente su posición con respecto a la implicación militar extranjera.
“Fíjese en la historia de Birmania. Nosotros llegamos e invadimos el país, las tribus locales nos apoyan: salimos victoriosos; pero, como ustedes, los norteamericanos, nosotros no éramos colonialistas en aquellos tiempos. Ah, no, firmamos la paz con el rey devolviéndole su provincia y dejamos que nuestros aliados fueran crucificados y partidos en dos. Eran inocentes. Pensaban que nos íbamos a quedar. Pero éramos liberales y no queríamos tener mala conciencia.”
En uno de los momentos cruciales de la novela, mientras está tomando una cerveza helada en un bar de la Rue Catinat, observa a dos jóvenes norteamericanas que están tomando un helado. Son encantadoras y se mantienen pulcras a pesar del calor. Llevan idénticos bolsos, y hasta sus piernas, largas y esbeltas, son casi idénticas. Al terminar sus helados se marchan. Un tal Warren les ha advertido que por seguridad no deben quedarse allí ni un minuto después de las once y veinticinco, y ya es la hora.
“Ociosamente, las observé salir, una al lado de la otra, por la calle cubierta de monedas de sol. Era imposible imaginárselas presas de una pasión desordenada a ninguna de las dos; no hacían juego con las sábanas arrugadas y el sudor del sexo. ¿Se acostarían con la loción desodorante? Por un instante les envidié su mundo esterilizado, tan distinto del mundo que yo habitaba…, un mundo que de pronto, inexplicablemente, se hizo mil pedazos. Dos de los espejos de la pared se precipitaron sobre mí y se derrumbaron a mitad del ucamino. La francesa mal vestida estaba de rodillas en un caos de sillas y mesas. Su polvera yacía abierta e inmaculada en mi regazo, y por extraño que parezca, yo estaba sentado exactamente donde había estado sentado minutos antes, aunque mi mesa se había agregado al derrumbe que rodeaba a la francesa. Un extraño sonido de jardín llenaba el café: el gotear uniforme de una fuente; mirando hacia el bar, vi las hileras de botellas destrozadas, que dejaban correr su contenido en un río multicolor: el rojo del oporto, el anaranjado del cointreau, el verde del chartreuse, el amarillo nebuloso del pastis, atravesando el piso del café. La francesa se sentó y buscó tranquilamente con la mirada su polvera. Se la entregué, y me dio las gracias ceremoniosamente, sentada en el suelo. Comprendí que no la oía bien. La explosión había sido tan cercana, que los tímpanos de mis oídos todavía sufrían sus efectos.”
Es notoria la habilidad de Greene para trasmitir el desorden de los sentidos que provoca la cercanía a una potente explosión. No hay estruendo. A la dislocación del mobiliario y a la aparición absurda de la polvera en el regazo de Fowler se le suma el gesto cortés de la mujer francesa que se sienta en el suelo y el rumor de un inesperado sonido a jardín que llega levemente debido al aturdimiento.
Al salir del bar, Fowler comprende que ha habido un atentado en la Place Garnier. El paisaje es estremecedor, pero nada estridente, lo que predomina es el silencio.
“Los médicos estaban demasiado ocupados para poder ocuparse de los muertos, de modo que los muertos eran dejados a sus propietarios, porque uno puede poseer un muerto, como se posee una silla. Una mujer estaba sentada en el suelo con lo que quedaba de su hijito en el regazo; por una especie de pudor, lo había cubierto con su sombrero de paja campesino. Estaba inmóvil y callada, y lo que más me llamó la atención en esa plaza fue el silencio. Era como una iglesia donde yo había entrado una vez durante la misa; los únicos ruidos provenían de los que atendían los diferentes servicios, salvo donde algún europeo, aquí y allá, lloraba y suplicaba y volvía a callarse, como avergonzado por la modestia, la paciencia y el pudor de Oriente. El torso sin piernas al borde del jardín seguía estremeciéndose, como un pollo sin cabeza. Por la camisa del hombre deduje que podía ser el conductor de un triciclo de alquiler.”
El triángulo amoroso y la trama política van tejiendo el argumento de la novela, que empieza y termina en la noche que muere Pyle, y se maneja en dos planos temporales intercalados: el que ocupa la mayor parte del libro está dado por la rémora de las andanzas del norteamericano desde su llegada a Saigón hasta su última noche; el otro plano temporal nos lleva a los sucesos inmediatos tras la muerte de Pyle y a las intervenciones de Vigot, el policía encargado de investigar su asesinato. La arquitectura de la novela es convencional y no necesita otra para alcanzar sus fines.
Un último comentario. De momento hay dos versiones disponibles de la novela en castellano. Una es la editada por Cátedra con el título de El americano tranquilo. Su traductor es Fernando Galván, un filólogo español, exrector de la Universidad de Alcalá. Esta edición es fácil de conseguir en cualquier librería y es perfectamente disfrutable. Pero si tienen la oportunidad de conseguir la versión que editó Brugera, RBA o Alianza Editorial, titulada El americano impasible, no duden en hacerse con ella. Su traductor es el escritor argentino J. R. Wilcok.
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El pasado 23 de abril estuvimos con Lluís Freixes en Recursos Homínids, el programa que conduce en Ràdio 4, conversando sobre el oficio de impartir talleres de escritura. El encuentro tuvo lugar en el Café de les delicies. Les dejo el podcast aquí. Nuestra charla empieza en el minuto 38.
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La editorial incorpore está subiendo a la web los audios de les petits bilingues, la colección de relatos bilingües en francés y castellano, y esta vez le tocó el turno a Contragolpe. Les dejo abajo un vídeo en donde cuento un par de cosas del libro, y aquí les enlazo la página de la editorial para que puedan escuchar el relato completo leído por Albert Coma. Aprovecho para agradecer la dedicación, tanto a Albert como a Meritxell Martínez, que además de ser unos editores de lujo, son uno de esos tesoros invaluables que regala la amistad.
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El título que Pablo Ferraioli eligió para el libro pertenece a un tema de King Crimson. Como escribo esto desde un pueblo catalán no pude leer Elephant talk en su edición impresa, pero lo publicó la editorial Funesiana y por lo que sé, es de esperar una encuadernación sólida y cuidada. Más allá de la afinidad musical del autor con King Crimson, la letra del tema nos da una pista de por dónde van los tiros. Lo que dice el elefante no tiene importancia, es una cháchara compulsiva y sin contenido; lo que le da relevancia es lo inaudito, que lo haga un elefante. Esta atención puesta en una comunicación que se ha vuelto mecánica vuelve una y otra vez en el libro, es una de las canteras de donde extrae sus materiales, y se extiende a las actitudes convencionales dentro y fuera de la literatura, a las frases hechas y al lugar común. Verbales o no, la inmensa mayoría de nuestros actos es pura repetición. ¿Pero sabemos lo que pasa en esos lugares comunes? ¿Y qué pinta el elefante en todo este asunto?
En los veinticinco relatos que lo conforman no faltan los claroscuros, una mirada que oscila entre un asombro tierno o irritado, y la angustia de sentirse fuera de lugar. Elephant talk, el texto que da nombre al libro, es paradigmático en este sentido. Un elefante que ha entrado en un bazar hace aquí su descargo tras destrozar jarras, vasos, pingüinos de vino y otros cacharros. Es su torpeza natural la que lo lleva a romper cosas, no hay ninguna vocación iconoclasta. Pero lo que es roto debe ser pagado y la relación con los demás se traduce en un endeudamiento que no para de crecer.
El lugar común es también un escenario. El narrador nos sitúa en la mesa de un bar haciendo tiempo, en el colectivo al volver a casa, en la habitación de hotel en un viaje de trabajo, incluso en la niebla al otro lado de una ventana.
Uno de estos textos, Pongámoslo así…, nos plantea el tópico del hombre que llega a casa antes de la hora habitual y encuentra a la esposa con su amante en la cama. El narrador nos advierte que cree haber visto la escena en más de una película, pero eso no le impide interpelarnos en segunda persona: “Usted sabe que esas cosas pasan, que así es la vida, que la mujer y el deseo, pero, sin hacer ruido, con esa sensación que convencionalmente se describe como un “nublarse la vista”, busca un revólver que tiene por ahí, en un cajón del escritorio, en un armario”. A continuación, lo insólito otra vez es lo evidente, lo que uno suele olvidar cuando se está inmerso en la ficción. Puede que sea una de las mejores piezas del libro, la atraviesa un humor corrosivo y el patetismo del remate es formidable.
En Eras tan Lelouch revisita ahora el tópico con la escena hombre-conoce-a-mujer-en-una-ciudad-extranjera. “Llego entonces a un punto de mi relato que no puedo sortear, aunque podría intentar escaparle diciendo aquello, banal, de que estaba, de pronto y sin saber cómo, besándola. Después de todo, ese instante desapercibido es parte de una serie imposible de segmentar, como la que incluye a la gota que hace rebalsar al vaso”. No obstante, el narrador indaga tras la comodidad de la frase hecha y sigue el derrotero de una noche en la que tres lenguas, la rusa, la castellana, y la inglesa, que entienden como un territorio más o menos compartido, se cruzan en los juegos previos y se desencuentran en el momento culminante del orgasmo.
Puede que Suena Zappa sea el cuento donde el trabajo con la convención explícita encuentra su expresión más lograda. Así empieza: “Suena Zappa. Eso no significa mucho. Es decir: a lo sumo representa una declaración, eso que los gringos llaman self presentation y, tratándose de Zappa, podría significar: me creo un perro verde, en algún sentido superior al promedio, de paladar sofisticado y distante del gusto del rebaño, de mayor o menor actitud crítica, bastante cínico, dispuesto a afectar, sino experimentar, el goce de composiciones retorcidas y contraintuitivas”. Tanto por tener la experiencia de narrar como tema, como por la lógica absurda y caprichosa que rige al argumento, recuerda al Aira de La costurera y el viento. Un personaje indeterminado, que se presenta más como una función que un sujeto, tiene una experiencia mística fallida. A medida que se narran las desventuras en su búsqueda del nirvana, el personaje va cobrando cuerpo, imbricado de manera aceitada en los derroteros reflexivos mediante los cuales el relato se va construyendo.
Elephant talk tiene también la disposición de una antología, y su diversidad es estilística y temática, ya que se han congregado textos escritos en distintas épocas. Otra serie posible, además del lugar común, está dada por las piezas que trabajan con la paternidad, en las que el denominador común es la impronta de una escritura autobiográfica. A manera de esquirlas, en el resto de los cuentos hay de todo. El relato microscópico de la pirueta de un gimnasta, la indagación musical sobre un ruido incierto en un viaje en colectivo, la deriva reflexiva en torno a un viento que reposa, escenas con amantes en el compás de espera de una ducha, citas de Faulkner, perros que hablan, la mirada puesta en la sombra de una mano, la pregunta sobre lo que da espesor a las cosas, y colonias completas de hormigas que se unen entre sí para flotar como una balsa sobre la crecida del río.
El elefante ha hablado y nos ha dejado un libro sorprendente en más de un sentido. Si quieren curiosear entren en la web de la Funesiana. Ahí mismo pueden pedir la versión impresa encuadernada de manera artesanal. Sobran los motivos para hacerlo.
Buen provecho y felices lecturas.
Este artículo fue publicado en Antes todo esto era campo, la revista del colectivo Gilles de Rai.
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Llego al Centre de Cultura Contemporània de Barcelona para ver el Archivo Bolaño. Son las cinco de la tarde, el lugar está tranquilo. Tengo tres personas delante comprando sus entradas, hay tres personas detrás del mostrador para atenderlas. Pago, entro a la exposición. Sorprende el aire monacal de la muestra, las luces tenues que invitan a la oración o el estudio. La primera vitrina muestra la alegría de un jovencísimo Bolaño en México. Unos metros más adelante veo algunas imágenes de su paso por Barcelona, una etapa tirando a lumpen de descubrimientos. No puedo evitar cierto malestar. Las imágenes y el entorno se llevan a las patadas. El CCCB es la expresión de una concepción elitista y pija de la cultura, que también hace suyas expresiones que la trascienden. De aquí la incomodidad y el interés de visitar el Archivo Bolaño.
Supongo que en Barcelona todos los amantes de la obra de Bolaño lo saben, pero consignémoslo por las dudas. El CCCB presenta hasta el 30 de junio el Archivo Bolaño, una exposición de los textos personales del escritor chileno. El archivo es la muestra amplia y parcial de un corpus enorme. A saber: más de 14.000 páginas, distribuidas en 84 libretas, 167 entrevistas, 1000 cartas recibidas y copia de algunas enviadas, 26 cuentos y cuatro novelas inéditas, recortes de prensa, y algunos objetos personales como sus gafas, un juego de estrategia o el teclado de su ordenador. La muestra se estructura en tres ejes temáticos entrelazados que expresan algunas de las claves de su universo creativo. El primero define una geografía concreta a través de tres ciudades, Barcelona, Girona y Blanes, donde Roberto Bolaño creó casi toda su obra; el segundo presenta su cronología creativa completando la publicación de sus libros, y el tercero permite aproximarnos a los procesos de trabajo del escritor.
Déjenlo todo, nuevamente. Láncense a los caminos. Este es el lema de la exposición, una cita del Manifiesto infrarrealista escrito por el propio Bolaño en México durante 1976. Cabe preguntarse qué diálogo están planteando con esta elección los responsables de la muestra. Hoy en España algunos prevén un 30 % más de desahucios que el año pasado y cabe recordar que el 2012 se cerró con cerca de 50.000 desahucios efectivos, es decir, de casos concretos en los que familias enteras han sido echadas a la calle. Y no hablemos ya de la gente desesperada que se ha lanzado de un balcón. La decisión de utilizar la cita como lema de la muestra parece un chiste sin gracia, pero no es un chiste.
Por las vitrinas de la muestra los textos despliegan la trayectoria nómade de un latinoamericano que concibe tempranamente una obra total. Esto resulta sorprendente. La figura del detective salvaje es fácil atribuirla a sus años de juventud, pero la imagen que se impone finalmente es la del constructor de laberintos (laberintos salvajes, si se quiere). «La estructura de mi narrativa –dijo Bolaño- está trazada desde hace más de veinte años, y allí no entra nada que no sepa la contraseña». Esto es evidente en los papeles preparatorios de la pentalogía 2666. En un cuaderno de 2001 puede verse un esquema de la estructura tubular del libro. Un centro oculto del que salen una serie de tubos horizontales en estrella, unidos entre sí por otros tubos horizontales. El centro oculto es a su vez otro tubo, pero éste es vertical.
«Abre un cajón del estante de los libros. Está lleno de papeles manuscritos. Coge uno al azar: ‘¡a veces soy inmensamente feliz!’. La letra es pequeña. Bebe un sorbo de cerveza y sigue leyendo otros apuntes (no viene al caso decirlo en este momento, pero ella no siente estar violando nada al leer esas especies de notas, diario de vida o lo que sea). Lo importante, lo verdaderamente importante quiero decir es que la cerveza se entibia…” El fragmento pertenece a DF, La paloma, Tobruk (1983), una novela inédita de Bolaño, y está claramente expuesto en la muestra. Su función es clara: si no legitima el fisgoneo, al menos lo relativiza. Pero hay otros testimonios que parecen habilitarlo. Según declara su viuda oficial, Carolina López, en el documental “Bolaño cercano”, hay rastros caligráficos que sugieren que Bolaño habría corregido sus libretas de apuntes poco antes de morir.
Una digresión. Osvaldo Lamborghini decía que primero había que publicar y luego escribir. Bolaño contaba que en el momento en que decidió hacerse escritor empezó a leer. Detrás de estas afirmaciones siempre hay un chiste, aunque hoy parece que cada vez más gente se las toma en serio. El caso es que las dos figuras se asocian en esta deriva. Los dos eran latinoamericanos, los dos se murieron relativamente jóvenes en Catalunya. Sus obras son dos maneras de asomarse a un abismo. En Lamborghini se impone ante éste una risa que se consume en la crueldad. Bolaño también se ríe, pero no es nihilista, es un sentimental. En los dos la mirada baja como una marea que revela en sus sedimentos los otros abismos del orden social.
Una cosa que queda clara con los papeles que nos trae este archivo: hacía tiempo que Bolaño quería aventurarse en el terreno de la novela. La leyenda dice que sólo accede a bajar a la llanura narrativa con el nacimiento de su hijo Lautaro, por dinero; escribiendo cuentos primero para enviar a concursos regionales, y novelas después. Todo esto es falso. En el cuaderno de espirales fechado el 15 de agosto de 1978, Bolaño declara: “No quiero escribir más poemas: Quiero escribir una NOVELA, pero me cuesta tanto empezar”. Aunque sigue escribiendo versos, por supuesto. Veinte años más tarde pueden leerse estas palabras suyas en una revista chilena: “A la literatura se llega por azar, como se llega al sexo: movido por cierta curiosidad de algo que no conocemos. ¿Dije que a la literatura se llega por azar? No, no, no, a la literatura nunca se llega por azar. Nunca, nunca. Que quede bien claro.”
Sigamos con un tema borgeano: el coraje. La tradición familiar de Borges se abría en dos ramas, la literaria y la militar, tuvo bisabuelos poetas y coroneles. Si Borges tuvo una conciencia temprana de su destino literario (aún más temprana que la de Bolaño) fue debido a que éste fue una herencia de su padre, quién le abrió su biblioteca y lo invitó a perderse libremente en ella. En Borges hubo más genio que parricidio, y el coraje fue el anhelo conservador de una vida en el sur, hecha de cuentos y de sueños. En Bolaño, en cambio, el valor es una condición de la felicidad. Una felicidad, cabe aclarar, no platónica, una felicidad que potencia la capacidad de obrar. La desmesura de su apuesta a la literatura en este sentido es un ejemplo. En cuanto a su familia: Su madre fue maestra y solía leer bestseller con cierta frecuencia, su padre fue boxeador y camionero. Padre e hijo estuvieron veinte años sin hablarse tras la partida de Bolaño a España. Uno de sus cuentos más hermosos, “Últimos atardeceres en la Tierra”, cuenta el viaje que emprenden B y el padre de B a Acapulco. Tú eres un artista –le dice el padre- y yo soy un trabajador. Piensa B: ¿qué quiso decir con eso? La historia culmina al borde de las trompadas, pero termina siendo un final feliz.
¿Qué hay de la obra todavía inédita? En el archivo se exponen bastantes más, pero mencionemos sólo algunas para no aburrir. La novela El espíritu de la ciencia-ficción son tres libretas en donde narra la historia de un periodista y un escritor del género investigando unas estadísticas raras sobre poesía, intercalada con cartas a escritores de ciencia-ficción. El relato El contorno del ojo parte de dos recortes periodísticos: uno que habla de un viejo chino de 142 años en bicicleta, y otro de un niño, también chino, que parece ver a través de objetos opacos. La virgen de Barcelona es un relato autobiográfico disparado por la contemplación de una caja de cerillas, en donde ya se aprecian los cambios de punto de vista y la fragmentación. El relato Las alamedas luminosas también parte de dos recortes periodísticos; uno de ellos se titula “Un poeta chileno ha sido muerto de hambre por su mujer”; el otro, “Seis niños atraviesan el desierto en busca de cariño y… fútbol”.
Ya falta poco para el cierre. La sala dibuja una ele en cuyo extremo se encuentran estanterías a ambos lados de la pared con la obra de Bolaño traducida a treintaicinco idiomas. La propuesta del comisariado era que el público accediera a la muestra como un detective ante un misterio a develar. Digo misterio, pero podría decir crimen o milagro. La mujer de seguridad cuenta los libros de la estantería para comprobar que no ha habido ningún robo en su turno.
Alejandro Dato
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Morir Afuera (Book Trailer) from El Cocu on Vimeo.
DIRECCIÓN: JAVIER MELER
CÁMARA Y POSTPRODUCCIÓN: MARC RIERA · BLANCA UROZ
FOTOGRAFÍA MUERTE: CRISTINA RASO
FOTOGRAFÍA MUSA: DJAZIA CENTELLES
FOTOGRAFÍA CAFÉ BAR: BLANCA UROZ
MAQUILLAJE: SORAYA AGUILAR
INTÉRPRETES
MUERTE: NÚRIA HOSTA
MUSA: MONTSE ROMERO
MEDIUM Y VOZ EN OFF: VERENA GRÜNDHAMMER
HANSEL: JOSEP MARÍA GARCÍA
CUCHILLO: RAÚL ALDAO
ARTANIS: FRANCISCO GÓMEZ
ELISABETH NÚÑEZ · ROMINA VILLAR · NÚRIA NÚÑEZ
CARME CENTELLES· CAROL ALEGRE · MIQUEL RIBA
CÉSAR MENARDI · MONTSE MORENO · BLANCA UROZ
STEPHAN GILLAIS · CUCA MIRANDA · GABRIEL SZAC
JAVIER CALDERONI · PILAR COTTER · GLORIA GASTALDI
MÓNICA GARCÍA · FRANCESC XAVIER FIGUEROLA
PERE COBACHO · FRANCISCO RONDA · MIRIAM VILA
CARLOS LÓPEZ· FLORENTIA PAPPA · SONIA PÉREZ
AGRADECIMIENTOS
MARTA PLANAS
OLGA BEL
ISABEL DE ANDRÉS
ROGER BACARDIT
CAFÉ DEL CENTRE
NAU IVANOV