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Hoy me despertó un hombre tocándome el hombro con dos dedos duros.
– Ya mismo se levanta, se baña, se lava los dientes, se pone la ropa y se va para el trabajo sin chistar.
Eran las 7.30 y sonó el despertador, pero no alcancé a bajar la alarma porque la apretó él. Se puso la mano en el bolsillo, abrió el armario y se quedó mirando la ropa colgada con gesto de no, no.
Le vi los ojos claros y distraídos. Entonces me animé a decirle:
– Es lo que pensaba hacer.
– Más le vale.
Lo seguí hasta la cocina sin pantuflas, movió la perilla del calefón y me pidió fósforos. Abrí el primer cajón y le alcancé la cajita del Savoy Hotel.
– ¿Dónde es ésto?
– En Olavarría.
– Ah. ¿Cuándo estuvo ahí?
– Hace un mes.
– Entonces ¿Por qué no la tira?
– Lo que pasa es que es un lugar lindo y me divertí mucho. Además no tengo otros fósforos.
– Déjese de macanas.
Encendió uno, prendió el mechero y graduó una llama suave. Después tiró la cajita y dijo:
– Vaya al baño, sáquese el camisón y rápido, que con tanta charla va a llegar tarde.
Al rato salí del baño con la toalla de manos enroscada en el pelo como una gitana; en el comedor no vi a nadie y cuando entré a la habitación tampoco. Sobre la cama tendida había un par de medias sin correr, una bombacha, un corpiño, una camiseta, el pullover de hilo rosado, la minifalda de jean y en la alfombra los tacos que nunca uso, lustrados.
En el espejo me veía bien y pensé que mi abuela no había estado tan errada regalándome ese pullover. Fui a la cocina pero no pude pasar porque el hombre salía con la bandeja del desayuno y la colocaba sobre la mesa del comedor.
– Vamos que se enfría. ¿Cuántas cucharadas le pongo?
– Tres.
Revolvió y abrió las cortinas para que entrara claridad, era un día lindo aunque el tiempo estaba como para camiseta.
Me senté, tomé un sorbo y él me alcanzó una tostada con manteca y azúcar; me había olvidado que desde el sábado guardaba ese pan en la bolsa.
– Qué rico. – dije y él sonrió sin dejar de desparramar la manteca en otra rebanada.
– Con dos está bien. – calculó y se fue hasta la biblioteca.
– ¿Tiene que llevarse algo de acá?
– No.
Descolgó la cartera del perchero y la revolvió toda, yo no quise ni mirar pero escuché:
– Esto es un quilombo, ordénela cuando vuelva. ¿Está bien?
– Sí.
– Listo, le puse una lapicera. Vaya poniéndose el saco mientras lavo la taza.
Se llevó la bandeja aunque quedaba un restito y me abrigué.
Metí las manos en los bolsillos y empecé a dar vueltas los ojos buscando las llaves, pero vino de la cocina con las mangas remangadas y el llavero tintineando en el aire.
Se acomodó el buso y me llevó de vuelta al baño porque se había despeinado lavando las tazas y yo no me había cepillado los dientes.
Desde el espejo me señaló:
– Las muelas también, bien al fondo. El cepillo no es para acariciar la dentadura, tiene que salir sangre.
Hice buches hasta que escupí agua clara que se fue por el desagüe.
Apagó la luz y decidió que dejase la ventana abierta para que se ventilara. Cerré con llave y caminamos una cuadra hasta la parada del colectivo. Me recomendó que me preparara la moneda porque a las 8.30 los choferes siempre andan nerviosos.
– Lo mejor es sentarse en seguida y no estar moviéndose mucho; tenga cuidado con el bolso y hágase dar el asiento, que para eso es mujer.
Extendió el brazo. El trescientos siete frenó sin parar del todo pero le dio tiempo a darme un beso abajo del ojo y decirme:
– Firme antes de entrar a la oficina que si no a fin de mes le van a descontar.
El resto de la mañana no necesité prender la estufa, pero a la hora del almuerzo, cuando llegué a casa y abrí la heladera no supe qué comer.
Natalia Reynoso Renzi
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